Literatura BDSM Cincuenta sombras de Grey ( E.L. James ) | Page 305
Me sujeta las caderas y se sitúa, y yo me preparo para la embestida, pero
entonces alarga la mano y me agarra la trenza casi por el extremo y se la enrosca en
la muñeca hasta llegar a mi nuca, sosteniéndome la cabeza. Muy despacio, me
penetra, tirándome a la vez del pelo… Ay, hasta el fondo. La saca muy despacio, y
con la otra mano me agarra por la cadera, sujetando fuerte, y luego entra de golpe,
empujándome hacia delante.
—¡Aguanta, Anastasia! —me grita con los dientes apretados.
Me agarro más fuerte al poste y me pego a su cuerpo todo lo que puedo
mientras continúa su despiadada arremetida, una y otra vez, clavándome los
dedos en la cadera. Me duelen los brazos, me tiemblan las piernas, me escuece el
cuero cabelludo de los tirones… y noto que nace de nuevo esa sensación en lo más
hondo de mi ser. Oh, no… y por primera vez, temo el orgasmo… si me corro… me
voy a desplomar. Christian sigue embistiendo contra mí, dentro de mí, con la
respiración entrecortada, gimiendo, gruñendo. Mi cuerpo responde… ¿cómo?
Noto que se acelera. Pero, de pronto, tras metérmela hasta el fondo, Christian se
detiene.
—Vamos, Ana, dámelo —gruñe y, al oírlo decir mi nombre, pierdo el control y
me vuelvo toda cuerpo y torbellino de sensaciones y dulce, muy dulce liberación, y
después pierdo total y absolutamente la conciencia.
Cuando recupero el sentido, estoy tumbada encima de él. Él está en el suelo y yo
encima de él, con la espalda pegada a su pecho, y miro al techo, en un estado de
glorioso poscoito, espléndida, destrozada. Ah, los mosquetones, pienso distraída;
me había olvidado de ellos.
—Levanta las manos —me dice en voz baja.
Me pesan los brazos como si fueran de plomo, pero los levanto. Abre las tijeras y
pasa una hoja por debajo del plástico.
—Declaro inaugurada esta Ana —dice, y corta el plástico.
Río como una boba y me froto las muñecas al fin libres. Noto que sonríe.
—Qué sonido tan hermoso —dice melancólico.
Se incorpora levantándome con él, de forma que una vez más me encuentro
sentada en su regazo.
—Eso es culpa mía —dice, y me empuja suavemente para poder masajearme los
hombros y los brazos.
Con delicadeza, me ayuda a recuperar un poco la movilidad.
¿El qué?