Literatura BDSM Cincuenta sombras de Grey ( E.L. James ) | Page 249
Pestañeo deprisa. ¿Por dónde empiezo? Alargo las manos a su camiseta y me las
coge, sonriéndome seductor.
—Ah, no. —Menea la cabeza, sonriente—. La camiseta, no; para lo que tengo
planeado, vas a tener que acariciarme.
Los ojos le brillan de excitación.
Vaya, esto es nuevo: puedo acariciarlo con la ropa puesta. Me coge una mano y
la planta en su erección.
—Este es el efecto que me produce, señorita Steele.
Jadeo y le envuelvo el paquete con los dedos. Él sonríe.
—Quiero metértela. Quítame los vaqueros. Tú mandas.
Madre mía, yo mando. Me deja boquiabierta.
—¿Qué me vas a hacer? —me tienta.
Uf, la de cosas que se me ocurren… La diosa que llevo dentro ruge y, no sé bien
cómo, fruto de la frustración, el deseo y la pura valentía Steele, lo tiro a la cama.
Ríe al caer y yo lo miro desde arriba, sintiéndome victoriosa. La diosa que llevo
dentro está a punto de estallar. Le quito los zapatos, deprisa, torpemente, y los
calcetines. Me mira; los ojos le brillan de diversión y de deseo. Lo veo… glorioso…
mío. Me subo a la cama y me monto a horcajadas encima de él para desabrocharle
los vaqueros, deslizando los dedos por debajo de la cinturilla, notando, ¡sí!, su
vello púbico. Cierra los ojos y mueve las caderas.
—Vas a tener que aprender a estarte quieto —lo reprendo, y le tiro del vello.
Se le entrecorta la respiración, y me sonríe.
—Sí, señorita Steele —murmura con los ojos encendidos—. Condón, en el
bolsillo —susurra.
Le hurgo en el bolsillo, despacio, observando su rostro mientras voy palpando.
Tiene la boca abierta. Saco los dos paquetitos con envoltorio de aluminio que
encuentro y los dejo en la cama, a la altura de sus caderas. ¡Dos! Mis dedos
ansiosos buscan el botón de la cinturilla y lo desabrocho, después de manosearlo
un poco. Estoy más que excitada.
—Qué ansiosa, señorita Steele —susurra con la voz teñida de complacencia.
Le bajo la cremallera y de pronto me encuentro con el problema de cómo bajarle
los pantalones… Mmm. Me deslizo hasta abajo y tiro. Apenas se mueven. Frunzo
el ceño. ¿Cómo puede ser tan difícil?
—No puedo estarme quieto si te vas a morder el labio —me advierte, y luego