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no que solo ansiaba la sangre de los hom-
bres y que en el miedo encontraba la dicha
para sobrevivir.
Recuerdo bien el mes, para el inicio
de esta historia, pues fue una luna llena
de agosto en que la hada más bella jamás
creada, emergió del rio Lienchestoa salu-
dando la vida misma con un aroma tan
perfecto como el mar, pero al mismo tiem-
po en el polo opuesto del pueblo, el lodo
espumoso abría su esencia dando paso a
la bestia de oscuro mirar.
Embarrando todo a su paso, la lluvia
dejaba profundas grietas en el piso, los
relámpagos atormentaban los miedos y el
pavor envuelto en pesadillas realzaba la
negrura de la noche, la bestia que clamaba
sangre empezó a avanzar. Percibió enton-
ces un sutil aroma que arremetió contra
sus sentidos, embriagado de placer caminó
en forma humana por el pueblo sin dejar
víctimas a su paso. Llegó al rio y vio posada
en una flor unas alas que podían reflejar
las estrellas, unos ojos que vislumbraban
su alma. No tenía sed, no tenía hambre, no
sentía rabia ni locura y el perfume empezó
a colarse en sus arterias desconcertando
gravemente su maldad. El hada volteó len-
tamente y ahí estaba el demonio parado
frente a ella, sus respiraciones se juntaron
con la brisa, con la humedad del lugar.
El hada alzó vuelo hacia su hombro y el
monstruo sintió fracturada su alma y deci-
dió posar su largo sueño en el regazo del
animal y este aceptó cuidarla.
Fue la luna la única testigo de tan ex-
traño mes. La bestia cuidaba día y noche de
la bella hada dormida y empezó a amarla
en su afonía. La luna débil en su menguan-
te seguía observándolos.
Concluido los treinta días, la hada
despertó y con ella la luna que llenaba el
cielo, sus ojos buscaron fielmente a los
de su protector y reconoció en el su alma.
Como presintiendo el dolor imploró a la
luna solo una noche más junto a su amado,
pues sabía que pronto partiría para ofren-
dar su savia a la continuidad de la existen-
cia. Ambos se arrodillaron ante su creadora
y en silencio esperaron su respuesta. La
luna apiadóse de los enamorados y dando
forma humana a la pequeña hada alumbró
su amor hasta el alba. Nunca dos cuerpo se
amaron tanto, cada caricia los volvía más
humanos, cada beso se sentía en las flores
estrujadas por sus entes, cada mirada, cada
anhelo conjugaron perfectamente con las
aguas del misterio río Lienchestoa.
Llegó la segunda noche y el hada
tuvo que ascender a los cielos, su dios la
consoló, transformándola en una estrella.
La bestia no teniendo la misma suerte mu-
rió de amor en la soledad de su caverna.
Pero la historia no termina aquí, pues
en un capullo de jazmín el hada sembró
antes de partir su semilla junto con la san-
gre de su amado, quiméricamente unidas
ante la perfección de sus vidas. El capullo
pudo soportar el frio invierno dos veces y
en otro agosto muy lejano, la luna llena dio
luz al capullo que lentamente se abría. Los
pétalos danzaban uno a uno hacia el piso
y en el botón, cubierta de polen se hallaba
una niña de piel transparente y ojos ma-
rrón, pero lo más inusual de la pequeña
era su cabello, rojo como la sangre, suma-
mente rojo. Alzó sus bracitos saludando a
las estrellas y despegando sus piecitos de
un brinco cayó al piso. Hacía frio y pintó
su cuerpecito verde limón con hojas de