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un clavel gordo que reposaba su vista en ella. Al paso de los días la niña no paraba de crecer y teniendo un porte más formal construyó con madera cedro el primer vio- lín. Danzaba y tocaba melodías juguetonas que despertaban y amargaban a todos los pueblerinos del lugar. Lienchestoa nunca más volvió a ser el mismo, pues la pequeña saltarina corre- teaba a las hadas, destrozaba las plantas, los frutos y las vallas, molestaba desde la pequeña oruga hasta los cerdos grandes, a los aldeanos y ni las bestias se salvaban, pues envés de ser perseguida por estas, ella los hostigaba cada vez que los encontraba. Los aldeanos no se acostumbraban a su presencia, pensaban que era el demonio encerrado en una niña, que era una bruja, que era un duende, que no era humana, pues esos cabellos rojos solo podían signi- ficar algo malo. Todas las tardes a partir de las cinco, las personas se escondían en sus cabañas y cerrando puertas y ventanas rezaban a sus dioses para que las horas transcurrieran. Hacía su ingreso la muchacha, a quien de- cidieron llamar “arlequín verde” y tocando su violín, cosquilleaba a los cerditos, tiraba las vasijas de agua y comía las pocas len- tejas que sobraban. —¡Hey! ¡Sé que estáis ahí! ¡Os he visto! ¿Por qué no salís? Yo solo quiero jugar— Nadie respondía, solo el viento com- prendía al arlequín y cada tarde fue así, sin respuesta. Los aldeanos pensaban que pronto se aburriría y si iría a molestar a otra comarca pero no sabían que lazos de herencia la ataban a ese lugar, el arlequín estaba destinada a una juventud eterna y a solo cien kilómetros de recorrido para sus pies. Pasaron los años y el pueblo Lien- chestoa se perdió en la amargura, la felici- dad que antes ostentaba se fue disipando entre el miedo y la incomprensión a lo des- conocido. No podían concebir ni un minuto más a ese demonio de cabellos rojos y en la penumbra idearon un plan contra la pe- queña intrusa. Cómo el odio marca a las personas, cómo los vuelve ciegos, bien sabían ellos de lo fascinante de la muchacha, increíble- mente bella, de pies ligeros y alegres sin parar; de sencillo vestir y de melodías pa- recidas a cantos del cielo. Pero no sabían de dónde provenía y nunca le preguntaron y eran esos cabellos rojos lo que los volcó a la locura. Las mujeres pensaban que era la manzana de la tentación, los niños le te- nían miedo y los hombres simplemente no querían pensar. Cuánto daño puede hacer la ignorancia ¿Cuánto?... —Propongo quemarla— —Pero, talvez su esencia es el fuego. 9 Boletín N° 28, marzo del 2017