Ruth
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Yadira Coz Tadeo
i padre era un hombre muy
trabajador; salía todas las ma-
ñanas a cultivar las extensas
chacras de tío Ramiro; mamá se levan-
taba con él, preparaba el fiambre y luego
sacaba a pastar a los animales.
Cuando tenía ocho años el rumor
de un viaje habían llegado a mis oídos.
—Ruti, mañana viajaremos a Rau-
ra.
Muy alegre por aquella noticia, co-
rrí gritando a los cielos que viajaría con
papá. Al llegar a casa agarré lo que mis
manos pudieron coger y esperé hasta la
madrugada; mamá nos dio su bendición
en un delicioso fiambre y con un “buen
viaje” salimos de casa.
Papá decía que el camino iba a ser
muy largo y peligroso, pero las ganas
de conocer eso que solo lo escuchaba
en cuentos me llenaba de ilusión. Cer-
ca al medio día llegamos al pueblo de
Huarin, compramos las semillas de papa
que estábamos buscando y continuamos.
Pasamos horas cabalgando y los caballos
intentaban animarnos haciendo danzar
M
sus melenas. De repente uno de ellos se
desplomó y por más que intentábamos
reanimarlo fue inútil pues ya se había
marchado a tomar un rumbo distinto al
nuestro. Aquella situación nos acongojó
y más a mi padre porque sabía que era
difícil llegar a Raura con un caballo y con
las semillas de papa que reclamaban sa-
lir del costal. Con valentía y sin mostrar
debilidad se cargó el saco semillas, yo
lo animaba contándole historias de una
niña traviesa que cansada de aburrirse
en un salón de clases se escapaba a can-
tar con las aves en medio del parque.
Después de tanto caminar el cielo
nos arropó con su manto a la salida de
Huarin, hicimos una fogata y sacamos
nuestro fiambre; con cada mordisco de
queso y cancha recordaba cómo mi ma-
dre me despertaba con la danza de la
cancha que imploraba salir de esa sartén
que había sido magullada por el tiempo.
—¿Vez la estrella más brillante?
—Sí.
—Con esa conocí a tu madre.
—¿Cómo?