los mercados millones y millones textos de auto-
ayuda. Se habla mucho de autoestima, que uno
debiera quererse mucho, muchísimo a sí mismo
y que nadie debe oprimirte, pero al menor des-
cuido se llora amargamente a escondidas porque
la frustración es en la juventud el pan de todos
los días. Nadie sabe lo que es la libertad, en fin,
la autoestima es una estupidez que han tenido
que inventar para calmar al populacho y hacerlo
sentir bien.
Me asquea tanta envoltura, han maquillado
la realidad y han vestido con oro al leproso. “Tú
me das, yo te doy”, dicen unos a otros, y como
al hombre se le ha enseñado a tener lástima por
otros, creen que la fraternidad es compartir un
pedazo de sus propias lepras. Me sentí muy solo,
pero esta soledad inexplicablemente era pre-
ciosa.
*
*
*
—¿A dónde voy? –le pregunto a mi acompa-
ñante.
—¿Qué? ¿Lo olvidaste ya? —ríe— todos van
a alguna parte.
—Pero llegaremos tarde.
—Nunca se llega tarde, las cosas suceden y
duran su justo tiempo y aunque tu andar sea un
error, llegarás inevitablemente al lugar correcto.
—Es lógico.
—Sí que lo es, pero nadie se da cuenta.
Y era cierto, sabía que llegaría irremediable-
mente a algún lugar, y llegaría en el momento
preciso para lo que debiera acontecer.
—Bien, ya estamos cerca.
Instintivamente fijé mis ojos hacia donde se-
ñalaba. Y llegamos.
—Nadie reconoce el cadáver. Los que con él
estaban dicen que era un soñador algo idiota y
apasionado. Nadie sabe su nombre, ni dónde
vive, ni qué quería… murió de repente. Lo en-
contraron sentado en un banquillo debajo de un
ciprés y tenía en la mano una rosa y una pluma
con tinta recién usada. En el suelo había un pa-
pel y en él una historia, en la historia descripcio-
nes y auténticos relatos. Uno de sus personajes
vestía capa y lucia fastuoso sus bigotes, y por eso
te busqué porque algunos dicen que te vieron pa-
sar por aquí.
Mientras esto me decía, yo hacía lo imposi-
ble para reconocer a este muchachillo. Se le veía
una sonrisa en los labios y algo en mi coleto de-
cía que lo conocía.
—¿Puedes mostrarme el papel?
—Aquí lo tienes.
La letra era preciosa e impecable. La historia
era una de las más hermosas que yo había leído
hasta entonces y era cierto que aquel jovencillo
me había descrito detalladamente en él. Su his-
toria, algo épica y mística, me colocaba como un
héroe en la algarabía del destino… ¿pero él me
conocía, realmente?
Leí varias veces su relato, y era cierto que
estaba ante el cadáver de un soñador. La historia
que estaba escrita culminaba con un final bello,
pero cuanto más leía advertí que había algunas
manchas que distorsionaban la grafía. Vi más de
cerca… eran lágrimas secas. Quizás él sabía que
los finales buenos eran siempre por la grandeza
y el sacrificio de los mejores, y tanto me conmo-
vió su esperanza que mis ojos recordaron lo que
significa llorar ¡Que nadie olvide este milagro!
Así, una lágrima resbaló de mis pupilas y cayó
en el papel, mientras mi acompañante esperaba
a que yo dijera algo.
—Y entonces ¿sabes quién es?
Y empecé a recordar, pero todavía tenía du-
das. Su cara serena, su cabello desordenado, su
graciosa proporción, muy joven todavía y pare-
cía orgulloso de sí mismo, al menos eso me decía
su armoniosa vestidura. Veo nuevamente el pa-
pel y esa lágrima que cayera de mis ojos era idén-
tica a las suyas. Sí, ya no puedo estar confun-
dido.
—Sé quién es —respondí certero— sé su
nombre, su dirección, sus sueños…
—Dilo entonces
—Era yo cuando tenía veinte años.
*
*
*
NO
PREGUNTES
NADA,
LECTOR
AMIGO, AL FINAL UN POETA NO SABE O SI
HACERTE CONFIDENTE DE SU VIDA O CON-
TARTE UN CUENTO QUE EN SÍ MISMO ES SU
PROPIA ALMA. CONSIDERA ÉSTE LO QUE A
TU RAZÓN CONVENGA: O UN
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