busca. ¿Cuándo habrá nacido? ¿nació en mí?
¿nació con ella? lo cierto es que no se le com-
prende, a veces incluso se le teme. No me queda
ni su sonrisa ni su mirada, lo único que quedó de
aquella vez es el amor que floreció en mi alma.
Me acerco a las ventanas y entonces veo, y
pareciera que siento al mismo tiempo la calidez
de ese hogar. Hay cuadros deliciosos y una mesa
amplia y decorada con buen gusto. No faltan flo-
res que la adornan, y los manteles pulcros dan
señal de una sencilla manera de vivir. Detrás de
la ventana miro todo esto, pero quiero conocer
quién vive ahí.
Guardo la capa debajo de un ciruelo, des-
canso un poco mientras espero a que salga al-
guien para hablarle y manifestarle mi admira-
ción, en tanto pienso… pienso… y luego me
quedo dormido.
Qué extraña sensación, no recuerdo desde
cuando estaba despierto y hoy, luego de quedar
abstraído en el paisaje y de contemplar la ge-
nuina y dulce casita, me ha dado ganas de dor-
mir. Mis párpados tras muchos años de vigilia
me lo agradecen.
Y soñé.
En el sueño la recuerdo tan blanca, tan
linda, de ojos claros y figura esbelta. Sus manos
finas eran tan hermosas que me gustaba mirarlas
y a veces su sonrisa me hacía prisionero de la es-
peranza. Sí, la veo de verdad, y recuerdo su ros-
tro… apenas tiene diecisiete años. Imaginad un
canto de jilgueros, imaginad el dulce sonido del
río, imaginad el silbido misterioso del viento…
así era su nombre y yo la amo. Pero un día luego
de jurarle no intentarlo nunca más, me rendí con
la cabeza en alto y la dejé tranquila. Jamás la
volví a buscar y aunque creo que la he olvidado,
el amor permanece.
Sigo soñando, nada recuerdo de ella, pero
sabría reconocerla por su mirada. Puedo morir y
volver a nacer, puedo enamorarme de otras ni-
ñas hermosas y quizás amarlas con el alma,
puedo vivir y volver a morir y sé que sabría reco-
nocerla por su mirada. Así, la he olvidado, pero
el sueño es cruel y me la devuelve… y aunque
quiero huir, espero… y aunque ella me dijo que
no, llega.
—¿Por qué jamás lo volviste a intentar? —
me pregunta.
—Porque jamás te hubiera ganado —le res-
pondo.
—Tonto —me dice, y luego me toma de la
mano con dulzura. Yo no comprendo nada
mientras ella me abraza cariñosamente.
Este sueño era más hermoso que un beso y
ese abrazo fue lo más precioso que dudo yo
pueda vivir en otras vidas. La abracé también y
fue suficiente para recordar cuánto amor le di,
aunque luego haya olvidado su nombre. Des-
pués de haber vivido lo que viví, todos los infier-
nos para mí son dulces. He abierto las polvorien-
tas páginas de mi alma y lo único que me dejó en
ellas, es su ausencia. Pero no la maldigo. Así
tuvo que ser.
*
*
*
Me despierto. Aún estoy tirado bajo el árbol
que me regala su sombra y sigo mirando esa ca-
sita hermosa. ¿Cuántas vidas han pasado? De-
masiadas. Me percato de que tengo sed, pero na-
die sale. La sed, que hermosa sensación, refres-
car los labios con el agua es tan hermoso como
nacer… o morir. El agua… ya no recuerdo su sa-
bor ¡Ah, tiempos aquellos que tuve sed y bebí!,
mojar los labios y saciarlos ¡que nadie olvide este
milagro! ¡Tengo sed!
Me incorporo y pretendo ser yo mismo
quien llame a la puerta para pedir un poco de
agua. En este mundo los hombres quieren que
otros hombres los ayuden, y aunque el río estaba
ahí yo quería que alguien me diera agua. Me en-
camino hacia la puerta y antes de tocar con mis
anchos nudillos sale una mujer que me deslum-
bra y me confunde.
—¿Quién eres? —pregunta amablemente—
¿Qué buscas?
—Sólo quería un poco de agua.
Ella entró y luego volvió trayéndome un
cántaro lleno.
—Aquí tienes, caballero. Pareces cansado,
¿quieres entrar y almorzar con nosotros? —
vuelve a preguntar, y ante tanta bondad no me
atreví a contestarle con mis íntimos deseos.
—Sólo paso por estos lugares… —digo
mientras miro sus ojos. Esos ojos… los he visto
en alguna parte. Sí, ya los recuerdo, y es el
mismo rostro y sé que si le pregunto su
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