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Estaba pálida y descompuesta con señales de una espantosa alteración física y moral. Golfín
le tiró del brazo. El cuerpo desmayado de la vagabunda no se elevaba del suelo por su propia
fuerza. Era preciso tirar de él como de un cuerpo muerto.
Hace días -dijo Golfí n- que en este mismo sitio te llevé sobre mis hombros porque no podías
andar. Esta noche será lo mismo.
Y la levantó en sus brazos. La ardiente respiración de la mujer-niña le quemaba el rostro. Iba
decadente, roja y marchita, como una planta que acaba de ser arrancada del suelo, dejando en
él las raíces. Al llegar a la casa de Aldeacorba Golfín sintió que su carga se hacía menos pesada.
La Nela erguía su cuello, elevaba las manos con ademán de desesperación; pero callaba.
Marianela
Entró. Todo estaba en silencio. Una criada salió a recibirle, y a instancias de Teodoro
condújole sin hacer ruido a la habitación de la señorita Florentina.
Hallábase esta sola, alumbrada por una luz que ya agonizaba, de rodillas en el suelo y
apoyando sus brazos en el asiento de una silla, en actitud de orar devota y recogidamente.
Alarmose al ver entrar a un hombre tan a deshora en su habitación, y a su fugaz alarma sucedió
el asombro, observando la carga que Golfín sobre sus robustos hombros traía.
La sorpresa no permitió a la señorita de Penáguilas usar de la palabra cuando Teodoro,
depositando cuidadosamente su carga sobre un sofá, le dijo:
-Aquí la traigo... ¿qué tal?, ¿soy buen cazador de mariposas?...
Retrocedamos algunos días.
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Cuando Teodoro Golfín levantó por primera vez el vendaje de Pablo Penáguilas, este dio un
grito de espanto. Sus movimientos todos eran de retroceso. Extendía las manos como para
apoyarse en un punto y retroceder mejor. El espacio iluminado era para él como un inmenso
abismo en el cual se suponía próximo a caer. El instinto de conservación obligábale a cerrar los
ojos. Excitado por Teodoro, por su padre y los demás de la casa, que sentían la ansiedad más
honda, miró de nuevo; pero el temor no disminuía. Las imágenes entraban, digámoslo así, en su
cerebro violenta y atropelladamente con una especie de brusca embestida, de tal modo que él
creía chocar contra los objetos. Las montañas lejanas se le figuraban hallarse al alcance de su
mano, y los objetos y personas que le rodeaban los veía cual si rápidamente cayeran sobre sus
ojos.
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