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«Entonces serás lo que debes ser por tu natural condición y por las cualidades que posees
desde el nacer. ¡Infeliz!, has nacido en medio de una sociedad cristiana, y ni siquiera eres
cristiana; vive tu alma en aquel estado de naturalismo poético, sí, esa es la palabra y te la digo
aunque no la entiendas... en aquel estado en que vivieron pueblos de que apenas queda
memoria. Los sentidos y las pasiones te gobiernan, y la forma es uno de tus dioses más queridos.
Para ti han pasado en vano diez y ocho siglos consagrados a la sublimación del espíritu. Y esta
sociedad egoísta que ha permitido tal abandono, ¿qué nombre merece? Te ha dejado crecer en
la soledad de unas minas, sin enseñarte una letra, sin hacerte conocer las conquistas más
preciosas de la inteligencia, las verdades más elementales que hoy gobiernan al mundo; ni
siquiera te ha llevado a una de esas escuelas de primeras letras, donde no se aprende casi nada;
ni siquiera te ha dado la imperfectísima instrucción religiosa de que ella se envanece. Apenas has
visto una iglesia más que para presenciar ceremonias que no te han explicado; apenas sabes
recitar una oración que no entiendes; no sabes nada del mundo, ni de Dios, ni del alma... Pero
todo lo sabrás; tú serás otra, dejarás de ser la Nela, yo te lo prometo, para ser una señorita de
mérito, una mujer de bien.»
Marianela
aprenderás esto, aprenderás a poner tu fealdad a los pies de la hermosura, a contemplar con
serenidad y alegría los triunfos ajenos, a cargar de cadenas ese gran corazón tuyo, sometiéndolo
por completo, para que jamás vuelva a sentir envidia ni despecho, para que ame a todos por
igual, poniendo por encima de todos a los que te han causado daño.
No puede afirmarse que la Nela entendiera el anterior discurso, pronunciado por Golfín con
tal vehemencia y brío que olvidó un instante la persona con quien hablaba. Pero la vagabunda
sentía una fascinación extraña, y las ideas de aquel hombre penetraban dulcemente en su alma
hallando fácil asiento en ella. Parece que se efectuaba sobre la tosca muchacha el potente y fatal
dominio que la inteligencia superior ejerce sobre la inferior. Triste y silenciosa recostó su cabeza
sobre el hombro de Teodoro.
-Vamos allá -dijo este súbitamente.
La Nela tembló toda. Golfín observó el sudor de su frente, el glacial frío de sus manos, la
violencia de su pulso; pero lejos de cejar en su idea por causa de esta dolencia física, afirmose
más en ella, repitiendo:
-Vamos, vamos; aquí hace frío.
Tomó de la mano a la Nela. El dominio que sobre ella ejercía era ya tan grande, que la
muchacha se levantó tras él y dieron juntos algunos pasos. Después la Nela se detuvo y cayó de
rodillas.
-¡Oh!, señor -exclamó con espanto- no me lleve usted.
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