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-¿Entonces vuelves a casa? -preguntole al ver que su elocuencia era tan inútil como la de aquellos centros oficiales del saber. -No. -¿Vas a la casa de Aldeacorba? -Tampoco. -Entonces ¿te vas al pueblo de la señorita Florentina? -No, tampoco. -Pues entonces ¡córcholis, recórcholis!, ¿a dónde vas? -Pues entonces, Nela -dijo Celipín, fatigado de sus largos discursos- yo te dejo y me voy, porque pueden descubrirme... ¿Quieres que te dé una peseta, por si se te ofrece algo esta noche? Marianela La Nela no contestó nada: seguía mirando con espanto al suelo, como si en él estuvieran los pedazos de la cosa más bella y más rica del mundo, que se acababa de caer y romperse. -No, Celipín, no quiero nada... Vete, tú serás hombre de provecho... Pórtate bien y no te olvides de Socartes, ni de tus padres. El viajero sintió una cosa impropia de varón tan formal y respetable, sintió que le venían ganas de llorar; mas sofocando aquella emoción importuna, dijo: -¿Cómo me he de olvidar a Socartes?... Pues no faltaba más... No me olvidaré de mis padres ni de ti, que me has ayudado a esto... Adiós, Nelilla... Siento pasos. Celipín enarboló su palo con una decisión que probaba cuán templada estaba su alma para afrontar los peligros del mundo; pero su intrepidez no tuvo objeto, porque era un perro el que venía. -Es Choto -dijo Nela temblando. -Agur -murmuró Celipín, poniéndose en marcha. Desapareció entre las sombras de la noche. La geología había perdido una piedra y la sociedad había ganado un hombre. © RinconCastellano 1997 – 2011  www.rinconcastellano.com 87