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-¿Entonces vuelves a casa? -preguntole al ver que su elocuencia era tan inútil como la de
aquellos centros oficiales del saber.
-No.
-¿Vas a la casa de Aldeacorba?
-Tampoco.
-Entonces ¿te vas al pueblo de la señorita Florentina?
-No, tampoco.
-Pues entonces ¡córcholis, recórcholis!, ¿a dónde vas?
-Pues entonces, Nela -dijo Celipín, fatigado de sus largos discursos- yo te dejo y me voy,
porque pueden descubrirme... ¿Quieres que te dé una peseta, por si se te ofrece algo esta
noche?
Marianela
La Nela no contestó nada: seguía mirando con espanto al suelo, como si en él estuvieran los
pedazos de la cosa más bella y más rica del mundo, que se acababa de caer y romperse.
-No, Celipín, no quiero nada... Vete, tú serás hombre de provecho... Pórtate bien y no te
olvides de Socartes, ni de tus padres.
El viajero sintió una cosa impropia de varón tan formal y respetable, sintió que le venían
ganas de llorar; mas sofocando aquella emoción importuna, dijo:
-¿Cómo me he de olvidar a Socartes?... Pues no faltaba más... No me olvidaré de mis padres
ni de ti, que me has ayudado a esto... Adiós, Nelilla... Siento pasos.
Celipín enarboló su palo con una decisión que probaba cuán templada estaba su alma para
afrontar los peligros del mundo; pero su intrepidez no tuvo objeto, porque era un perro el que
venía.
-Es Choto -dijo Nela temblando.
-Agur -murmuró Celipín, poniéndose en marcha.
Desapareció entre las sombras de la noche.
La geología había perdido una piedra y la sociedad había ganado un hombre.
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