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finuras. ¡Córcholis!, de todo lo que yo vaya aprendiendo te iré enseñando a ti un poquillo, un
poquillo nada más, porque las mujeres no necesitan tantas sabidurías como nosotros los señores
médicos.
Antes de que Celipín acabara de hablar, los dos se habían puesto en camino, andando tan a
prisa cual si estuvieran viendo ya las torres de los Madriles del Rey de España.
-Salgámonos del sendero -dijo Celipín, dando pruebas en aquella ocasión de un gran talento
práctico- porque si nos ven nos echarán mano y nos darán un buen pie de paliza.
Pero la Nela soltó la mano de su compañero de aventuras, y sentándose en una piedra,
murmuró tristemente:
-Yo no voy.
Marianela
-Nela... ¡qué tonta eres! Tú no tienes como yo un corazón del tamaño de esas peñas de la
Terrible -dijo Celipín con fanfarronería-. ¡Recórcholis!, ¿a qué tienes miedo? ¿Por qué no vienes?
-Yo... ¿para qué?
-¿No sabes que dijo D. Teodoro que los que nos criamos aquí nos volvemos piedras?... Yo no
quiero ser una piedra, yo no.
-Yo... ¿para qué voy? -dijo la Nela con amargo desconsuelo-. Para ti es tiempo, para mí es
tarde.
La Nela dejó caer la cabeza sobre su pecho y por largo rato permaneció insensible a la
seductora verbosidad del futuro Hipócrates. Al ver que iba a franquear el lindero de aquella
tierra donde había vivido y donde dormía su madre el eterno sueño, se sintió arrancada de su
suelo natural. La hermosura del país, con cuyos accidentes se sentía unida por una especie de
parentesco, la escasa felicidad que había gustado en él, la miseria misma, el recuerdo de su
amito y de las gratas horas de paseo por el bosque y hacia la fuente de Saldeoro, los
sentimientos de admiración o de simpatía, de amor o de gratitud que habían florecido en su
alma en presencia de aquellas mismas flores, de aquellas mismas nubes, de aquellos árboles
frondosos, de aquellas peñas rojas, y como asociados a la belleza, al desarrollo, a la marcha y a la
constancia de aquellas mismas partes de la Naturaleza, eran otras tantas raíces morales, cuya
violenta tirantez, al ser arrancadas, producíala vivísimo dolor.
-Yo no me voy -repitió.
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Y Celipín hablaba, hablaba, cual si ya, subiendo milagrosamente hasta el pináculo de su
carrera, perteneciese a todas las Academias creadas y por crear.
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