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-Adiós, niña de mis ojos -dijo la Nela mirándola por última vez.
Y desapareció entre el ramaje. Florentina sintió el ruido de la yerba, atendiendo a él como
atiende el cazador a los pasos de la presa que se le escapa; después todo quedó en silencio y no
se oía sino el sordo monólogo de la naturaleza campestre en mitad del día, un rumor que parece
el susurro de nuestras propias ideas al extenderse irradiando por lo que nos rodea. Florentina
estaba absorta, paralizada, muda, afligidísima, como el que ve desvanecerse la más risueña
ilusión de su vida. No sabía qué pensar de aquel suceso, ni su bondad inmensa, que incapacitaba
frecuentemente su discernimiento, podía explicárselo.
Largo rato después hallábase en el mismo sitio, con la cabeza inclinada sobre el pecho, las
mejillas encendidas y los celestiales ojos mojados de llanto, cuando acertó a pasar Teodoro
Golfín, que de la casa de Aldeacorba con tranquilo paso venía. Grande fue el asombro del doctor
al ver a la señorita sola y con aquel interesante aparato de pena y desconsuelo, que lejos de
mermar su belleza, la acrecentaba.
Marianela
-¿Qué tiene la niña? -exclamó con interés muy vivo-. ¿Qué es eso, Florentina?
-Una cosa terrible, Sr. D. Teodoro -replicó la señorita de Penáguilas, secando sus lágrimas-.
Estoy pensando, estoy considerando qué cosas tan malas hay en el mundo.
-¿Y cuáles son esas cosas malas, señorita?... Donde está usted, ¿puede haber alguna?
-Cosas perversas; pero entre todas hay una que es la más perversa de todas.
-¿Cuál?
-La ingratitud, Sr. Golfín.
Y mirando tras de la cerca de zarzas y helechos dijo:
-Por allí se ha escapado.
Subió a lo más elevado del terreno para alcanzar a ver más lejos.
-No la distingo por ninguna parte.
-Ni yo -exclamó riendo el médico-. El señor D. Manuel me ha dicho que se dedica usted a la
caza de mariposas. Efectivamente esas pícaras son muy ingratas al no dejarse coger por usted.
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-No es eso... Contaré a usted si va hacia Aldeacorba.
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