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-Señora -murmuró la Nela- yo no la aborrezco a usted, no... no la aborrezco... Al contrario, la
quiero mucho, la adoro.
Diciéndolo, tomó el borde del vestido de Florentina, y llevándolo a sus secos labios lo besó
ardientemente.
-¿Y quién puede creer que me aborreces? -dijo la de Penáguilas llena de confusión-. Ya sé
que me quieres. Pero me das miedo... levántate.
-Yo la quiero a usted mucho, la adoro -repitió Marianela besando los pies de la señoritapero no puedo, no puedo...
-¿Qué no puedes?... Levántate, por amor de Dios.
-No puedo, señorita mía, no puedo.
-¿Qué?... ¡por Dios y la Virgen!... ¿qué te pasa?
Marianela
Florentina extendió sus brazos para levantarla; pero sin necesidad de ser sostenida, la Nela
levatose de un salto, y poniéndose rápidamente a bastante distancia, exclamó bañada en
lágrimas:
-No puedo ir allá.
Y señaló la casa de Aldeacorba, cuyo tejado se veía a lo lejos entre los árboles.
-¿Por qué?
-La Virgen Santísima lo sabe -replicó la Nela con cierta decisión-. Que la Virgen Santísima la
bendiga a usted.
Haciendo una cruz con los dedos se los besó. Juraba. Florentina dio un paso hacia ella. María
comprendiendo aquel movimiento de cariño, corrió velozmente hacia la señorita, y apoyando su
cabeza en el seno de ella, murmuró entre gemidos:
-¡Por Dios!... ¡déme usted un abrazo!
Florentina la abrazó tiernamente. Entonces, apartándose con un movimiento, o mejor dicho,
con un salto ligero, flexible y repentino, la mujer o niña salvaje subió a un matorral cercano. La
yerba parecía que se apartaba para darle paso.
-Nela, hermana mía -gritó con angustia Florentina.
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