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-¿Es cierto?...
La estupenda y gratísima nueva corrió por todo Socartes. No se hablaba de otra cosa en los
hornos, en los talleres, en las máquinas de lavar, en el plano inclinado, en lo profundo de las
excavaciones y en lo alto de los picos, al aire libre y en las entrañas de la tierra. Añadíanse
interesantes comentarios: que en Aldeacorba se creyó por un momento que don Francisco
Penáguilas había perdido la razón; que D. Manuel Penáguilas pensaba celebrar el regocijado
suceso dando un banquete a todos cuantos trabajaban en las minas, y finalmente, que D.
Teodoro era digno de que todos los ciegos habidos y por haber le pusieran en las niñas de sus
ojos.
La Nela no se atrevía a ir a la casa de Aldeacorba. Una secreta fuerza poderosa la alejaba de
ella. Anduv o vagando todo el día por los alrededores de la mina, contemplando desde lejos la
casa de Penáguilas, que le parecía transformada. En su alma se juntaba a un gozo extraordinario
una como vergüenza de sí misma; a la exaltación de un afecto noble la insoportable comezón,
digámoslo así, del amor propio más susceptible.
Marianela
-Como la luz del día... Yo no lo creí... ¡Pero qué triunfo Sofía! ¡Qué triunfo! No hay para mí
gozo mayor que ser hermano de mi hermano... Es el rey de los hombres... Si es lo que digo:
después de Dios, Teodoro.
Halló una tregua a las congojosas batallas de su alma en la madre soledad, que tanto había
contribuido a la formación de su carácter, y en la contemplación de las hermosuras de la
Naturaleza, que siempre le facilitaba extraordinariamente la comunicación de su pensamiento
con la divinidad. Las nubes del cielo y las flores de la tierra hacían en su espíritu efecto igual al
que hacen en otros la pompa de los altares, la elocuencia de los oradores cristianos y las lecturas
de sutiles conceptos místicos. En la soledad del campo pensaba ella y decía mentalmente mil
cosas, sin sospechar que eran oraciones.
Mirando a Aldeacorba, decía:
-No volveré más allá... Ya acabó todo para mí... Ahora, ¿de qué sirvo yo?
En su rudeza pudo observar que el conflicto en que estaba su alma provenía de no poder
aborrecer a nadie. Por el contrario, érale forzoso amar a todos, al amigo y al enemigo, y así como
los abrojos se trocaban en flores bajo la mano milagrosa de una mártir cristiana, la Nela veía que
sus celos y su despecho se convertían graciosamente en admiración y gratitud. Lo que no sufría
metamorfosis era aquella pasioncilla que antes llamamos vergüenza de sí misma, y que la
impulsaba a eliminar su persona de todo lo que pudiera ocurrir en lo sucesivo en Aldeacorba. Era
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