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magnificado con varios objetos decorativos, entre los cuales descollaba una gran cadena de reloj
y un fino sombrero de fieltro de alas anchas.
-Vamos, mujer -dijo cariñosamente el señor D. Manuel Penáguilas, pues no era otro-, las
personas decentes no comen moras silvestres ni dan esos brincos. ¿Ves?, te has estropeado el
vestido... no lo digo por el vestido, que así como se te compró ese, se te comprará otro... dígolo
porque la gente que te vea podrá creer que no tienes más ropa que la puesta.
Marianela
La Nela, que comenzaba a ver claro, observó los vestidos de la señorita de Penáguilas. Eran
buenos y ricos; pero su figura expresaba a maravilla la transición no muy lenta del estado de
aldeana al de señorita rica. Todo su atavío, desde el calzado a la peineta, era de señorita de
pueblo en día del santo patrono titular. Mas eran tales y tan supinos los encantos naturales de
Florentina, que ningún accidente comprendido en las convencionales reglas de la elegancia
podía oscurecerlos. No podía negarse, sin embargo, que su encantadora persona estaba
pidiendo a gritos una rústica saya, un cabello en trenzas y al desgaire, con aderezo de amapolas,
un talle en justillo, una sarta de corales, en suma, lo que el pudor y el instinto de presunción
hubieran ideado por sí, sin mezcla de ninguna invención cortesana.
Cuando la señorita se apartaba del zarzal, D. Manuel acertó a ver a la Nela a punto que esta
había caído completamente de su burro, y dirigiéndose a ella, gritó:
-¡Oh!... ¿aquí estás tú?... Mira, Florentina, esta es la Nela... recordarás que te hablé de ella.
Es la que acompaña a tu primito... a tu primito. ¿Y qué tal te va por estos barrios?...
-Bien, Sr. D. Manuel. ¿Y usted, cómo está? -repuso Mariquilla, sin apartar los ojos de
Florentina.
-Yo tan campante, ya ves tú. Esta es mi hija. ¿Qué te parece?
Florentina corría detrás de una mariposa.
-Hija mía, ¿a dónde vas?, ¿qué es eso? -dijo el padre, visiblemente contrariado-. ¿Te parece
bien que corras de ese modo detrás de un insecto como los chiquillos vagabundos?... Mucha
formalidad, hija mía. Las señoritas criadas entre la buena sociedad no hacen eso... no hacen
eso...
D. Manuel tenía la costumbre de repetir la última frase de sus párrafos o discursos.
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-No se enfade usted, papá -repitió la joven, regresando después de su expedición infructuosa
hasta ponerse al amparo de las alas del sombrero paterno-. Ya sabe usted que me gusta mucho
el campo y que me vuelvo loca cuando veo árboles, flores, praderas. Como en aquella triste
tierra de Campó donde vivimos no hay nada de esto...
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