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Marianela
Había aparecido entre el follaje, mostrando completamente todo su busto y cara. Era, sí, la
auténtica imagen de aquella escogida doncella de Nazareth, cuya perfección moral han tratado
de expresar por medio de la forma pictórica los artistas de diez y ocho siglos, desde San Lucas
hasta los contemporáneos. La humanidad ha visto esta sacra persona con distintos ojos, ora con
los de Alberto Dürer, ora con los de Rafael Sanzio, o bien con los de Van Eick o Bartolomé
Murillo. Aquella que a la Nela se apareció era según el modo Rafaelesco, que es el más
sobresaliente de todos, si se atiende a que la perfección de la belleza humana se acerca más que
ningún otro recurso artístico a la expresión de la divinidad. El óvalo de su cara era menos
angosto que el del tipo sevillano, ofreciendo la graciosa redondez del tipo itálico. Sus ojos de
admirables proporciones, eran la misma serenidad unida a la gracia, a la armonía, con un mirar
tan distinto de la frialdad como del extremado relampagueo de los ojos andaluces. Sus cejas
eran delicada hechura del más fino pincel y trazaban un arco sutil y delicioso. En su frente no se
concebían el ceño del enfado ni las sombras de la tristeza, y sus labios un poco gruesos, dejaban
ver al sonreír los más preciosos dientes que han mordido manzana del Paraíso. Sin querer hemos
ido a parar a nuestra madre Eva, cuando tan lejos está la que dio el triunfo a la serpiente de la
que aplastó su cabeza; pero la consideración de las distintas maneras de la belleza humana
conduce a estos y a otros más lamentables contrasentidos. Para concluir el imperfecto retrato de
aquella visión divina que dejó desconcertada y como muerta a la pobre Nela, diremos que su tez
era de ese color de rosa tostado, o más bien moreno encendido que forma como un rubor
delicioso en el rostro de aquellas divinas imágenes, ante las cuales se extasían lo mismo los siglos
devotos que los impíos.
Pasado el primer instante de estupor, lo que primero fue observado por Marianela,
causándole gran confusión, fue que la bella Virgen tenía una corbata azul en su garganta, adorno
que ella no había visto jamás en las Vírgenes soñadas ni en las pintadas. Inmediatamente
observó también que los hombros y el pecho de la divina mujer se cubrían con un vestido, en el
cual todo era semejante a los que usan las mujeres del día. Pero lo que más turbó y desconcertó
a la pobre muchacha fue ver que la gentil imagen estaba cogiendo moras de zarza... y
comiéndoselas.
Empezaba a hacer los juicios a que daba ocasión esta extraña conducta de la Virgen, cuando
oyó una voz varonil y chillona que decía:
-¡Florentina, Florentina!
-Aquí estoy, papá; aquí estoy comiendo moras silvestres.
-¡Dale!... ¿Y qué gusto le encuentras a las moras silvestres?... ¡Caprichosa!... ¿no te he dicho
que eso es más propio de los chicuelos holgazanes del campo que de una señorita criada en la
buena sociedad?... criada en la buena sociedad?
La Nela vio acercarse con grave paso al que esto decía. Era un hombre de edad madura,
mediano de cuerpo, algo rechoncho, de cara arrebolada y que parecía echar de sí rayos de
satisfacción como el sol los echa de luz; pequeño de piernas, un poco largo de nariz, y
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