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Mientras Sofía daba algunos pasos para poner su precioso sistema nervioso a cubierto de
toda alteración, Teodoro Golfín sacó su estuche, del estuche unas pinzas, y en un santiamén
extrajo la espina.
-¡Bien por la mujer valiente! -dijo, observando la serenidad de la Nela-. Ahora vendemos el
pie.
Con su pañuelo vendó el pie herido. Marianela trató de andar. Carlos le daba la mano.
-No, no; ven acá -dijo Teodoro, tomando a Marianela por los brazos.
Con rápido movimiento levantola en el aire y la sent ó sobre su hombro derecho.
-¡Qué facha! -exclamó Sofía, muerta de risa al verlos venir-. Teodoro con la Nela al hombro, y
luego el palo con el sombrero de Gessler...
Marianela
-Si no estás segura, agárrate a mis cabellos; son fuertes. Ahora, lleva tú el palo con el
sombrero.
-Aquí tienes, querida Sofía -dijo Teodoro- un hombre que sirve para todo. Este es el
resultado de nuestra educación, ¿verdad, Carlos? Como no hemos sido criados con mimos; como
desde nuestra más tierna infancia nos acostumbramos a la idea de que no había nadie inferior a
nosotros... Los hombres que se forman solos, como nosotros nos formamos; los que, sin ayuda
de nadie, ni más amparo que su voluntad y noble ambición, han logrado salir triunfantes en la
lucha por la existencia... sí ¡demonio!, estos son los únicos que saben cómo se ha de tratar a un
menesteroso. No te cuento diversos hechos de mi vida, atañederos a esto del prójimo como a ti
mismo, por no caer en el feo pecado de la propia alabanza y por temor de causar envidia a tus
rifas y a tus bailoteos filantrópicos. Quédese esto aquí.
-Cuéntalos, cuéntalos otra vez, Teodoro.
-No, no... todo eso debe callarse; así lo manda la modestia. Confieso que no poseo en alto
grado esta virtud preciosa; yo no carezco de vanidades, y entre ellas tengo la vanidad de haber
sido mendigo, de haber pedido limosna de puerta en puerta, de haber andado descalzo con mi
hermanito Carlos y dormir con él en los huecos de las puertas, sin amparo, sin abrigo, sin familia.
Yo no sé qué extraordinario rayo de energía y de voluntad vibró dentro de mí. Tuve una
inspiración. Comprendí que delante de nuestros pasos se abrían dos sendas: la del presidio, la de
la gloria. Cargué en mis hombros a mi pobre hermanito, lo mismo que hoy cargo a la Nela, y dije:
«Padre nuestro que estás en los cielos, sálvanos»... Ello es que nos salvamos. Yo aprendí a leer y
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