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-Prefiero no ver con los ojos tu hermosura, porque yo la veo dentro de mí clara como la
verdad que proclamo interiormente. Aquí dentro estás, y tu persona me seduce y enamora más
que todas las cosas.
-Sí, sí, sí -afirmó la Nela con desvarío- yo soy hermosa, soy muy hermosa.
-Oye tú -exc lamó el ciego con amoroso arranque- tengo un presentimiento... sí, un
presentimiento. Dentro de mí parece que está Dios hablándome y diciéndome que tendré ojos,
que te veré, que seremos felices... ¿No sientes tú lo mismo?
-Yo... El corazón me dice que me verás... pero me lo dice partiéndoseme.
-Sí, sí, sí... -repitió la Nela con desvarío, espantados los ojos, trémulos los labios-. Yo soy
hermosa, soy muy hermosa.
-Bendita seas tú...
Marianela
-Veré tu hermosura ¡qué felicidad! -exclamó el ciego con la expresión delirante que era
propia de él en ciertos momentos-. Pero si ya la veo; si la veo dentro de mí, clara como la verdad
que proclamo y que me llena todo...
-¡Y tú! -añadió ella besándole en la frente-. ¿Tienes sueño?
-Sí, principio a tener sueño. No he dormido anoche. Estoy tan bien aquí...
-Duérmete, niño...
Principió a cantar como se canta a los niños para que se duerman. Poco después Pablo
dormía. La Nela oyó de nuevo la voz de la Trascava, diciéndole:
-Hija mía... aquí, aquí.
Teodoro Golfín no se aburría en Socartes. El primer día después de su llegada pasó largas
horas en el laboratorio con su hermano, y en los siguientes recorrió de un cabo a otro las minas,
examinando y admirando las distintas cosas que allí había, que ya pasmaban por la grandeza de
las fuerzas naturales, ya por el poder y brío del arte de los hombres. Por las noches, cuando todo
callaba en el industrioso Socartes, quedando sólo en actividad los bullidores hornos, el buen
doctor que era muy entusiasta músico, se deleitaba oyendo tocar el piano a su cuñada Sofía,
esposa de Carlos Golfín y madre de varios chiquillos que se habían muerto.
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