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María corrió a arrojarse en los brazos de su amigo.
-Chiquilla bonita -exclamó este, estrechándola de un modo delirante contra su pecho- ¡te
quiero con toda mi alma!
La Nela no dijo nada. En su corazón lleno de casta ternura, se desbordaban los sentimientos
más hermosos. El joven, palpitante y conturbado, la abrazó más fuerte diciéndole al oído:
Marianela
-Te quiero más que a mi vida. Ángel de Dios, quiéreme o me muero.
María se soltó de los brazos de Pablo, y este cayó en profunda meditación. A la fenomenal
mujer una fuerza poderosa, irresistible, la impulsaba a mirarse en el espejo del agua.
Deslizándose suavemente llegó al borde, y vio allá sobre el fondo verdoso su imagen mezquina,
con los ojuelos negros, la tez pecosa, la naricilla picuda, aunque no sin gracia, el cabello escaso y
la movible fisonomía de pájaro. Alargó su cuerpo sobre el agua para verse el busto, y lo halló
deplorablemente desairado. Las flores que tenía en la cabeza se cayeron al agua, haciendo
temblar la superficie, y con la superficie, la imagen. La hija de la Canela sintió como si arrancaran
su corazón de raíz, y cayó hacia atrás murmurando:
-¡Madre de Dios!, ¡qué feísima soy!
-¿Qué dices, Nela? Me parece que he oído tu voz.
-No decía nada, niño mío... Estaba pensando... sí, pensaba que ya es hora de volver a tu casa.
Pronto será hora de comer.
-Sí, vamos, comerás conmigo, y esta tarde saldremos otra vez. Dame la mano, no quiero que
te separes de mí.
Cuando llegaron a la casa, D. Francisco Penáguilas estaba en el patio, acompañado de dos
caballeros. Marianela reconoció al ingeniero de las minas y al individuo que se había extraviado
en la Terrible la noche anterior.
-Aquí están -dijo- el señor ingeniero y su hermano, el caballero de anoche.
Miraban los tres hombres con visible interés al ciego que se acercaba.
-Hace rato que te estamos esperando, hijo mío -dijo el padre tomando a su hijo de la mano y
presentándole al doctor.
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-Entremos -dijo el ingeniero.
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