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Soneto XXXVIII Tu casa suena como un tren a mediodía, zumban las avispas, cantan las cacerolas, la cascada enumera los hechos del rocío, tu risa desarrolla su trino de palmera. La luz azul del muro conversa con la piedra, llega como un pastor silbando un telegrama y entre las dos higueras de voz verde Homero sube con zapatos sigilosos. Sólo aquí la ciudad no tiene voz ni llanto, ni sin fin, ni sonatas, ni labios, ni bocina sino un discurso de cascada y de leones, y tú que subes, cantas, corres, caminas, bajas, plantas, coses, cocinas, clavas, escribes, vuelves, o te has ido y se sabe que comenzó el invierno. Soneto XXXIX Pero olvidé que tus manos satisfacían las raíces, regando rosas enmarañadas, hasta que florecieron tus huellas digitales en la plenaria paz de la naturaleza. El azadón y el agua como animales tuyos te acompañan, mordiendo y lamiendo la tierra, y es así cómo, trabajando, desprendes fecundidad, fogosa frescura de claveles. Amor y honor de abejas pido para tus manos que en la tierra confunden su estirpe transparente, y hasta en mi corazón abren su agricultura, de tal modo que soy como piedra quemada que de pronto, contigo, canta, porque recibe el agua de los bosques por tu voz conducida. Soneto XL Era verde el silencio, mojada era la luz, temblaba el mes de Junio como una mariposa y en el austral dominio, desde el mar y las piedras, Matilde, atravesaste el mediodía. Ibas cargada de flores ferruginosas, algas que el viento sur atormenta y olvida, aún blancas, agrietadas por la sal devorante, tus manos levantaban las espigas de arena. Amo tus dones puros, tu piel de piedra intacta,