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Tu mano tocó sílabas que tintineaban, copas, alcuzas con aceites amarillos, corolas, manantiales y, sobre todo, amor, amor: tu mano pura preservó las cucharas.
La tarde fue. La noche deslizó sigilosa sobre el sueño del hombre su cápsula celeste. Un triste olor salvaje soltó la madreselva. Y tu mano volvió de su vuelo volando a cerrar su plumaje que yo creí perdido sobre mis ojos devorados por la sombra.
Soneto XXXVI
Corazón mío, reina del apio y de la artesa: pequeña leoparda del hilo y la cebolla: me gusta ver brillar tu imperio diminuto, las armas de la cera, del vino, del aceite, del ajo, de la tierra por tus manos abierta de la sustancia azul encendida en tus manos, de la transmigración del sueño a la ensalada, del reptil enrollado en la manguera. Tú con tu podadora levantando el perfume, tú, con la dirección del jabón en la espuma, tú, subiendo mis locas escalas y escaleras, tú, manejando el síntoma de mi caligrafía y encontrando en la arena del cuaderno las letras extraviadas que buscaban tu boca.
Soneto XXXVII
Oh amor, oh rayo loco y amenaza purpúrea, me visitas y subes por tu fresca escalera el castillo que el tiempo coronó de neblinas, las pálidas paredes del corazón cerrado. Nadie sabrá que sólo fue la delicadeza construyendo cristales duros como ciudades y que la sangre abría túneles desdichados sin que su monarquía derribara el invierno. Por eso, amor, tu boca, tu piel, tu luz, tus penas, fueron el patrimonio de la vida, los dones sagrados de la lluvia, de la naturaleza que recibe y levanta la gravidez del grano, la tempestad secreta del vino en las bodegas, la llamarada del cereal en el suelo.