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La Resurrección: Una Promesa Cumplida
ta, se detuvo para mirar los rostros inocentes de sus hijas. Elizabeth, de 7, y
Ruth, de 5 años de edad, ambas dormían profundamente.
Desde que su esposo, Jaime, murió hace cuatro meses en un accidente
automovilístico, la vida era dura. Criar a dos niñas mientras trabajaba todos
los días era difícil. La pena casi insoportable de María agravaba su lucha.
Jaime había sido un hombre amoroso y atento. Cuando estaba vivo, la vida
había parecido tan buena. El vacío de María era hondo y profundo.
María caminó hacia las camas de Elizabeth y Ruth. Suavemente las meció.
“Levántense niñas. Es tiempo de prepararse para la iglesia”. “Ay mamá”,
gimió Elizabeth. “Ni siquiera ha aclarado todavía”. “Aclarará pronto. Mira por
la ventana. Se está aclarando cada vez más”. “¿No podríamos dormir por
sólo unos minutos más?” suplicó Elizabeth. “No, lo siento. No queremos
llegar tarde a la iglesia. Tú y Ruth deben desayunar y vestirse. No hablemos
más. Salgan de la cama. Pueden comer cereal mientras les preparo unos
huevos.”
Secretamente, María se puso de acuerdo con Elizabeth. Sería bueno
dormir más hoy. Durante la semana casi nunca podía dormir suficiente. Pero
este domingo era especial. Era Domingo de Resurrección. O sea, que cansa-
das o no, ella y las niñas iban a ir a la iglesia.
Jaime siempre había llevado a la familia al servicio matutino en Domingo
de Resurrección. Siendo un cristiano devoto, Jaime quería que sus hijas
aprendieran a regocijarse en Cristo resucitado. A él le gustaba especialmente
el servicio matutino. Le ayudaba a imaginarse como debió haber sido aquella
mañana cuando Jesús, resucitado, se apareció primero a las mujeres. Para
Jaime, la madrugada del Domingo de Resurrección había tenido un significa-
do especial.
Este Domingo de Resurrección sería el primero desde la muerte de Jaime.
Hasta esta mañana, María no había pensado en eso. Pero ahora, mientras las
niñas comían su cereal y ella preparaba los huevos, el pensamiento la ago-
biaba. María lloró.
“Mami, ¿por qué estás llorando?” preguntó Raquel. “Lo siento, amor. Só-
lo estaba pensando en tu padre”. “Yo extraño a papi”, dijo Raquel tristemen-
te. “Yo también”.
María se secó las lágrimas de sus ojos y mejillas. Dándole un fuerte abra-
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