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JosÉ
DE LA RIVA-AGÜERO
El Inca era Dios. Ante él desaparecían todos los dere-
chos, todas las libertades de los súbditos, porque el hombre
desaparece ante la divinidad. Su persona y la de sus re-
presentantes eran sagradas; la transgresión de sus manda-
tos constituía un sacrificio. Ofrecía estas dos ventajas:
En primer lugar dignificaba y engrandecía la obediencia.
No es servil ni indigno obedecer a Dios. Daba, pues, la-
gitimidad al poder; y al ascendiente de la fuerza bruta,
propio del salvajismo y la barbarie reemplazaba la sumisión
fanática, pero no irracional ni cobarde. En segundo lu.
gar, aseguraba hasta cierto punto la felicidad de los súb-
ditos, porque no encontrando el Inca ninguna resistencia,
viéndose adorado y contando por rebaño suyo la nación
entera, tenía que dedicarse a labrar su prosperidad, del
mismo modo que el dueño de un animal cariñoso y su-
miso. Pero por otra parte ofrecía gravísimos inconve-
nientes. Destruyó la personalidad del indio; le acostumbró
a obedecer ciegamente; fió su felicidad y sus intereses
más queridos al capricho del Inca, al azar de la herencia
dinástica; comprimió su inteligencia; aniquiló su volun-
tad; realizó - tanto más seguramente cuanto que le daba
el prestigio de 10 divino y permitía dominar hasta en 10
más recóndito de la conciencia - el ideal de todo abso-
lutismo: la substitución del individuo activo y libre por
una máquina útil; con lo que se minaba la estabilidad del
Imperio, porque el día en que faltaba el único principio
cahesivo, el único impulso rector ¿qué podía esperarse sino
la disolución y la inercia?
La Sociedad 10 era todo. El individuo se sacrificaba en
aras de ella. La propiedad era colectiva; el matrimonio
impuesto por el Gobierno. En fin, el objeto del indio no
consistía en su bienestar, sino en el social. No puede
menos de admirarnos que en un estado de civilización tan
incipiente y con tan pocos auxilios haya podido alzarse
el hombre hasta la sublime idea de confraternidad y colo-