EL IMPERIO INCAICO
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una nobleza militar y feudal, que no otra cosa eran los
orejones y los curacas. Hay que repetir y subrayar tan
elementales verdades de sentido común, porque se acu-
mulan sin cesar en nuestro ambiente informes nubes de
tendenciosos errores.
Son innegables las ventajas que dimanaron de la do-
minación incaica para los mismos siervos de la gleba, los
atareados batunruna, por más que sostenga lo inverso el
contemporáneo Trimborn. No sólo los de las clases do-
minantes, sino los indios más humildes, se beneficiaron
con la creación del gran estado que acabó con las per-
manentes contiendas locales y las rencillas intestinas, y
que, asegurando la paz en el seno del imperio, trasladó
de ordinario las hostilidades a fronteras prodigiosamente
remotas; corrigió y quebrantó las tiranías lugareñas de
clanes y curacas, sometidos ahora a un poder imparcial y
equitativo por supremo; disminuyó el número de los sa-
crificios humanos, aunque conservara y ratificara el prin-
cipio para las mayores fiestas y los funerales de los jefes;
individualizó casi siempre las penas, aboliendo, salvo ca-
sos excepcionales, la responsabilidad colectiva del ayIlo
y la venganza de grupos; cubrió el inmenso país de gran-
diosos caminos, canales y edificios; columbró altos prin-
cipios espirituales y éticos; y despertó en sus súbditos la
orgullosa conciencia de integrar una sociedad dominadora
y ejemplar que brillaba en medio de las tinieblas de hor-
das salvajes. A pesar de la rapidez del proceso incaico,
poseen sus obras una solidez, un esmero y una elegancia
de inconfundible seno gentilicio. La finura de sus tejidos,
iguales en lo visible y lo interno; la distinguida cerámica
de sus aríbalos, que no desmerecen del nombre griego
impuesto por la arqueología moderna, y que recuerdan los
vasos itálicos de Corneto; la severidad ceñuda de sus tem-
plos y de sus palacios; lo que hay a la vez de fuerte y
de tierno, de hondo y de robusto, de sobrio y dulce en