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JosÉ
DE LA RIVA-AGÜERO
gozaban de propiedad individual, porque a más de las
donaciones cuasi feudales otorgadas por el Inca, es de
suponer que el alejarse constantemente los orejones de sus
ayllos, solariegos situados en derredor del Cuzco, a causa
de los puestos que los retenían en las comarcas lejanas
del imperio y la costumbre de que no trabajaran en ofi-
cios manuales los altos empleados, habían de acelerar la
individuación de esas tierras nobiliarias, cultivadas en su
mayor parte con yanaconas. La transformación estaba
muy adelantada cuando llegó Pizarro; y no puede con-
siderarse, como Raúl Porras lo insinúa, en calidad de un
síntoma degenerativo (Porras, L.a caída del imperio in-
caico), sino muy al contrario, como el resultado lógico
del principio sobre el que se asentaba la organización
incaica; guerrera, conquistadora, patriarcalista y jerárquica
por forzosa consecuencia. Los Incas no eran por esencia
pacífica, ni ig~alitarios, ni comunistas, aunque aprovecha.
ran como base social la comunidad de aldea, y establecie-
ran la minuciosa asistencia pública de los desvalidos me-
diante un sistema de socialismo de Estado, según tantos
imperios primitivos, despóticos y belicosos, lo han hecho.
Atribuirles una mentalidad de demócratas pacifistas o de
soviéticos niveladores, es una de las más burdas y bufas
adulteraciones de la historia, que la ignorancia y la ines-
crupulosa propaganda política de consuno han podido en-
gendrar. No necesita el pasado incaico de tales disfraces
anacrónicos para despertar interés e infundir respeto. El
Inca era dueño de todas las tierras y todos los habitan-
tes de sus dominios, no por afán de reparto papular, si-
no por la extrema concentración de su despotismo teo-
crático, como lo fueron los antiquísimos monarcas de la
China y del Egipto, los reyes persas aqueménides y los
sultanes de Mongolia y Turquía, sus verdaderos émulos.
Con ellos se empareja Y consuena, Y no con los revolu-
cionarios de nuestros días. Por eso gobernaba rodeado de