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JosÉ DE LA RIVA-AGÜERO
por los inauditos furores del triunfante bastardo, tuvo que
recibir como auxiliares bajados del Cielo a los que, por
todas las apariencias, venían a vengarla y a impedir su
exterminio. Las atrocidades horripilantes de los generales
quiteño s están muy ostensibles en las páginas de los pri-
meros cronistas. Quizquiz, según Pedro Pizarro, a los pri-
meros prisioneros o sospechosos los hacía matar propinán-
doles grandes cantidades de ají. Otros textos aseguran
que los asfixiaba, dándoles humo en las narices. Su émulo
m maldades, Chalcochima, el envenenador de Tuparpa,
el torturador de Huáscar, descalabraba a los caciques pre-
sos, y tendidos en el suelo aplastándoles las cabezas, con
piedras enormes como lo hizo en Huamachuco delante
de los conquistadores castellanos, a los cuales costó tra-
bajó no escaso atajarle estas crueldades. Cuando volvían
de Pachacámaj, Hernando Pizarro y sus compañeros halla-
ron en la plaza de Jauja a Challcochima, cuyas tropas
llevaban lanzas en que aparecían clavadas cabezas, lenguas
y manos de los partidarios de Huáscar. El aspecto era
tan espantoso que los duros conquistadores se sobreco-
gieron y espeluznaron. Digno amo de Quizquiz y ChaIl-
cochima era AtahuaIlpa. Ya preso, usando de las mismas
pérfidas cautelas con que ordenó matar a Huáscar y a
toda su familia y comitiva, hizo que en el camino del
Cuzco asesinaran a otros dos hermanos suyos, a quienes
fingió autorizar para el viaje. Bebía chicha en el cráneo
de otro hermano, según de ello se jactaba ante los asquea-
dos y atónitos españoles. Sus ojos encarnizados, rojizos,
sanguinolentos, patentizaban la ferocidad del ánimo. Mas,
a pesar de su tan decantada dignidad y entereza, se mos-
traba alegre, locuaz y casi jocoso con sus sojuzgadores y
carceleros. Llamaba perros a sus súbditos de Manta y Túm-
mezo Lloró cuando se supo condenado a muerte; y al fin
resignado a morir, dio a los blancos el infame consejo de