EL IMPERIO INCAICO
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de donde no se movió hasta que la venida de Pizarro lo
obligó a regresar a Cajamarca.
Después de haber los Incas del Cuzco acatado en
Quehuipay la imagen de Atahuallpa, besando el aire y
ofreciendo cabellos y pestañas, y de aclamarlo como 'Jieei
CáPaj (Señor de todas las extremidades del mundo), se
vieron defraudados en sus esperanzas de amnistía, porque
muchos fueron presos y algunos muertos allí mismo. Huás-
car y la Coya viuda, su madre, continuaron vituperados
y maltratados. Peores cosas aún ocurrieron en los días
siguientes, cuando llegaron órdenes expresas e implacables
de Atahuallpa. Delante de Huáscar mataron a muchas de
sus hermanas y concubinas, ahorcándolas en estacas que
formaban hileras por el camino de Jaquijahuana al Cuzco.
Mataron también a todos los hijos de Huáscar, que pudie-
ron haber a las manos, sin reservar por entonces para que
10 acompañaran en su cautividad sino a los dos legítimos.
A las mujeres preñadas les abrían el vientre, y les sacaban
los fetos por los ijares. Para mayor tormento Huáscar
maniatado asistía a martirios tan horribles. La carnicería
se extendió a los ayllos que se habían distinguido más por
adhesión a su causa. Tal fue el caso del Cápaj ayUo de
Túpaj Yupanqui, que fue diezmado. La momia del gran
emperador, que había conquistado Quito y que era abuelo
común de los dos adversarios, fue quemada públicamente
en el lugar llamado Rocramuca, junto al Coricancha. El
mayordomo de su cofradía, ahorcado, 10 propio que casi
todos los asistentes, yanaconas y ajllas que le estaban de-
dicados en especial. Se encarnizó la matanza contra los
pueblos cercanos al Cuzco, habitados por determinados
parcialidades de orejones, y contra los cañaris y chacha-
poyas de guarnición en la capital, que como sus conna-
cionales habían sido tan fieles al partido de Huáscar.
Este cúmulo de horrores está probado por el concorde
testimonio de los cronistas españoles e indios, hasta de