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JOSE DE LA RIVA-AGÜERO
condujeron los vencedores a Huáscar y a sus principales
familiares y magnates a unos aposentos a cosa de media
legua del Cuzco, donde lo depositaron encadenado y bajo
buena guarda. En recuerdo de tan triste espectáculo pusie-.
ron a este lugar el nombre de Quehuipay (dislocación,
subversión, revolución o traición). Las columnas enemigas
dieron vista a la capital por la cuesta de Carmenca y por
el cerro de Yahuira y Piccho, allí donde el propio Huáscar
había hecho erigir dos halcones de piedra en honor de
su huauqui o totem particular. Los cronistas cuentan que
de la ciudad se elevaba un gran rumor de llantos desga-
rradores y desesperados alaridos. Los indios, por su natural
gemebundo s, tenían que lamentar calamidad tan inaudita
como el vencimiento de la metrópoli sagrada; y compren-
dían que iban a proseguir las venganzas y mortandades.
En efecto, la ciudad fue saqueada. No respetaron más
que el Coricancha y el convento de las ajllas. Quizquiz y
Challcochima convocaron en Quehuipay a los clanes de
los orejones más principales, para que junto con los ya
presos rindieran homenaje y adoración a la efigie de Ata-
huallpa, promediendo perdón a cuantos obedecieran. Con
esta esperanza desfilaron los ayllos incaicos ante su rey
cautivo, amarrado de pies a manos, sobre una yacija de
cuerdas. Entonces o poco después le horadaron los hom-
bros, astilIándoselos, para pasarle por dentro de la herida
una soguillas, tal como lo hacían los asirios y babilonios.
Lo atestiguan en este caso los primeros conquistadores
castell