EL IMPERIO INCAICO
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nes. Los Cañaris vivían en derredor de Tomebamba, re-
sidencia favorita de los Incas. Recientemente habían jurado
fidelidad a Huáscar en el templo de Mullucancha ante la
estatua de oro de Punchau, traída del Cuzco y en cuyo
seno se guardaban las cenizas de los corazones de los
Incas antiguos. Uno de los enviados de Huáscar debió de
ser colla, porque se llamaba Janco, como hubo de ser colla
igualmente el leal gobernador o 1ucuyricuy de los cañaris,
Urcu. En esta segunda campaña alcanzó Atahuallpa al
frente de sus aguerridas tropas una victoria completa con-
tra los cuarenta mil hombre que acaudillaba Atoj. Mu~
rieron cerca de quince mil. Los generales de Huáscar/ que
eran Atoj y Urcucolla, cayeron prisioneros y fueron tor-
turados de manera atroz, con refinamientos de barbarie.
Les sacaron los ojos, los asaetaron, de sus cráneos forra-
dos en oro hizo Atahuallpa copas en que beber, y de los
cadáveres de cuantos murieron en el campo de batalla
mandó levantar pirámides horrendas, como un conquista-
dor asiático. En castigo de su fidelidad, Tomebamba fue
asolada. En vano salieron a implorar la piedad del ven-
cedor columnas de hombres y niños que agitaban ramas
verdes en las manos. Atahuallpa no perdonó sino a las
ajllas del Sol y a algunas criaturas. Pasó a cuchillo a
sesenta mil personas. Repartió entre sus soldados las viu-
das y huérfanos de las poblaciones destruídas y dejó yer-
ma Tomebamba, la cuna y capital predilecta de su padre.
No sólo Jerez, sino el decidido atahualpista Santa Cruz
Pachacuti 10 confirma.
Después de esta catástrofe de los ejércitos cuzqueños,
hubo al parecer una pausa en las operaciones de guerra.
Atahuallpa, que al principio de su gobierno como ranti
había dominado una sublevación de los huancavilcas, a-
provechó la temporada de semi quietud para contener a
los quijos y cocamas del Oriente, que amenazaban la
desguarnecida Quito. Por su parte Huáscar congregó tro·