EL IMPERIO INCAICO
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truír la gran calzada que aun lleva su nombre junto a
la ciudad de Guayaquil. Pasó a la isla de la Puná para
castigar a su principal cacique Tumpalla (sobrenombre
quechua de vituperio, que significa el falaz o aleve, el cual
había hecho naufragar y asesinar a los Orejones de guar-
nición, desatando en alta mar las correas de las balsas
que los conducían. Tanto enojo recibió el Inca de esta
traición que ordenó componer sobre ella y su venganza
un cantar triste, para que se 10 entonaran los días de
luto o de ayuno; rasgo muy criental, que recuerda esce-
nas de la corte asiria.
De la costa volvió a Tomebamba por el lado de Mu-
Iluturu. Una terrible peste de viruelas despoblaba el im-
perio. En el Cuzco habían muerto de ella sus ministros
Auqui Túpaj y Apu Ilaquita y su hermana Mama Cuca,
la que no había querido ser su Coya y era mamacuna o
abadesa de las ajillas, según la relación de Pachacuti. Huay-
na Cápaj se fue a Quito, sobresaltado con los estragos
de la epidemia y con las extrañas nuevas del desembarco
de los españoles en las costas de Túmbez y la Puná, que
él acababa de visitar. Pidió que le enviaran a los dos ex-
tranjeros blancos que se habían quedado en Túmbez; pe-
ro no llegó a verlos, porque ya los habían matado los
indios, o porque no le dió tiempo de examinarlos el con-
tagio de la peste. La leyenda contaba que cierto mítico
mensajero le entregó una caja, de la que salieron las ma-
riposas negras de la enfermedad y la muerte. Para evi-
tarla, se había recluído en uno de sus aposentos de pie-
dra, sujetándose a la más estricta penitencia ritual. Mandó
consultar al favorito oráculo de Pachacámaj, que prome-
tió la curación si lo exponían a los rayos del Sol su padre.
Tan luego como lo sacaron al aire, expiró. Cuenta Cabello
Balboa, y no es improbable, que escribió sus últimas vo-
luntades, a la manera del dios Huiracocha, sobre un bas-
tón o fauna, por medios de signos y rayas de colores,