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JosÉ
DE LA RIVA-ACÜERO
dón superior religiosa y política, confirmando las senten-
cias de su predecesor Inca Roja, el que fundó la dinastía
de Hurin Cuzco. Nos transmite aquellos dichos el Padre
Valera.
Fue tenido como el mayor de los Incas, porque era
más amado que Pachacútej. Entre sus renombres, sus va-
sallos le dieron con insistencia el de Túpaj Yaya (Padre
resplandeciente), como queriendo expresar su dúplice, mix~
to de majestad y amor. Hasta el mismo Sarmiento de
Gamboa, acérrimo detractor del imperio incaico, lo alaba
reconociendo que fue "animoso, franco, favorecedor de
pobres y piadoso en la paz si bien cruel en la guerra y
castigos". Regularizando y elevando a ley dinástica el in-
cesto ritual establecido por Pachacútej, se casó con su pro-
pia hermana, para asegurar en el primogénito la integridad
de la divina estirpe, al modo de los grandes Faraones.
Si queremos compararlo, a más de éstos, con un monarca
de tipo de veras homólogo, debemos acudir al azteca
Ahuitzoltl, a quien nuestro Túpaj Yupanqui se parece
mucho más que a Montezuma el joven, no obstante las
coincidencias aristocráticas y esótericas con el último. A-
huitzolt y Túpaj Yupanqui son hermanos por generosidad
de carácter, extensión de conquistas, semejanza de glorias
en el gobierno y por grandes edificaciones. Hasta se pa-
recen en haberlos precedido en el trono hermanos de
mando efímero y de menores méritos (Tizoc y Amaru
Yupanqui), en las múltiples y porfiadas rebeliones que tu-
vieron que sofocar, aún en el centro de sus estados, y
haber dilatado de preferencia sus dominios por las riberas
del Océano Pacífico, que recorrieron como ninguno de sus
antecesores.