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JosÉ
DE LA RIVA-AGÜERO
cuzqueñas a las momias de los soberanos sus progenito-
res. y lo mismo que en el Cuzco y primitiva china, en
Roma los poemas gentilicios no tenían escrúpulo para a-
ñadirse y asimilarse los loores correspondientes a extraños
o a más remotos abuelos, como ya lo advierten Cicerón
y Tito Livio con sagacidad notable. Lo propio que en
las canciones de gesta de la Edad Media el Rey Teodori-
co toma rasgos de Atila, Carlomagno hereda a Arturo, y
los cruzados repiten proezas de los Doce Pares, aunque
éstos sean otras veces los reflejos fabulosos de aquéllos.
Por lo que toca a la cronología incaica, hay que re-
chazar la fantástica longevidad de sus monarcas, no ya
únicamente en los increibles cómputos de Montesinos y
en los de Sarmiento, eco dócil e irrazonado de las in-
f antiles ponderaciones de los indios declarantes ante los
funcionarios del Virrey Toledo, sino en los más circuns-
pectos cronistas y hasta en el resumen de los quipo cama-
yos de Vaca de Castro, pues por término medio vendrían
a corresponder a cada Inca, en la mínima apreciación de
esos testigos, cuarenta años de reinado, lo que no se com-
padece en manera alguna con el curso habitual de los
sucesos, ni con las revoluciones, abdicaciones y muertes
violentas que no faltan del todo en los anales de los em-
peradores cuzqueños. Hay que reducir a razonables tér-
minos esos desmesurados períodos, como lo hacen hoy
también en sus respectivas materias los egiptólogos y los
mejicanistas.
La antigüedad de los Incas es sí, muy a las claras,
bastante mayor que la de los reyes aztecas. En mis pri-
meras lecciones he expresado que Centro América y Méjico
fueron los focos originales de nuestras culturas indígenas,
y que en aquel primer período nos llevan una preeminen-
cia impugnada en vano por las ilusiones de nuestros ar-
queólogos connacionales. Pero viniendo ya a la última edad
autóctona, a las civilizaciones imperiales herederas de las