EL IMPERIO INCAICO
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ras caprichosas, sino de un estado social atestiguado por
numerosos textos, de los cuales alegué algunos en mi pri-
mer estudio sobre Garcilaso y sus Comentarios y he de
citar otros en el presente curso.
Al tratar de esta obscura edad y de sus vagas tradi-
ciones quiero insistir en un punto de crítica histórica. Los
hechos de los primeros soberanos han tendido a olvidarse
o a acumularse en los reinados porteriores, no sin dejar
indicios que nos permiten a veces restituirlos casi con
certeza a los originarios. Este fenómeno, tan común en
todas las barbaries, se debe, a más de la adulación incon-
trastable en los regímenes despóticos, a la debilidad de las
mentes primitivas, que en ausencia o escasez de la escri-
tura no pueden retener la tradición sino aproximándola a
generaciones contiguas, transfiriéndola a personajes que
interesen por su actualidad o vecindad. El Egipto, al cual
es inevitable acudir en busca de parangones, porque es
el estado más parecido al incaico, poseía sistemas gráficos
que frisaban en lo perfecto y una organización política
de mucha mayor fijeza y duración que el Perú de los In-
cas. No obstante esas indudables ventajas, y la mayor
rigidez de su ritual y protocolo, descubrimos en sus do-
cumentos las mismas duplicaciones que en nuestro pasado
indígena. Así, las hazañas atribuí das al Faraón Seti II de
la XIX dinastía, en el canto de triunfo consignado en un
papiro del British Musseum no son sino la complaciente.
adjudicación y la traslación ostensible de las de su ante-
cesor Meneftá 11. Estas falaces repeticiones se hallan tam-
bién en la antigua historia romana, y reciben en eIla de
los eruditos el apelativo de geminaciones. Las grandes es-
tirpes patricias conservaban los elogios familiares, Ilamados
laudationes fúnebres y lamentaciones o naeníae, cantos
plañideros en que se enumeraban las virtudes y excelen-
cias de los antepasados, compuestos para sus exequias y
fiestas periódicas, como en los banquetes de las panacas