EL IMPERIO INCAICO
265
chos cronistas que he de leer aquí, aunque parezca tarea
prolija, porque es indispensable rebatir el vacío lugar co-
mún de la coincidencia de las mejores autoridades en fa-
vor de las súbitas conquistas incaicas. Y por último,
no olvidemos el argumento de las analogías, que no deja
de tener cierto peso en estos estudios como en todos, pues
la historia peruana no es algo excepcional y monstruoso,
que se exima de las leyes generales y constantes en el
desarrollo de las sociedades humanas.
En egiptología, hasta hace pocos años, privaba una
doctrina semejante a la que aun hoy predomina sobre los
Incas: creían casi todos, con J. de Morgan por ejemplo,
que los egipcios no iniciaron sus grandes conquistas hasta
la XVIII dinastía, después de la expulsión de los hicsos,
la cual guarda cierta proporcionalidad, en nuestra sucinta
historia incaica, con la invasión de los chancas al Cuzco.
Hoy está perfectamente averiguado que, a pesar de la
decantada índole pacífica de los antiguos egipcios, no sólo
ocuparon la Libia, la Nubia, los oasis mayores y la pe-
nínsula del Senaí desde las primeras dinastías, desde los
inmediatos sucesores de Menes, sino que ya un faraón
de la V, Sahurá o Sahurí (el Sefrés de Manetón), reco-
rrió vencedor las comarcas de Siria y asedió en ellas
ciudades como la de Nedia o Netia, hacia el año 2600 a.C,
anticipándose cuando menos en un siglo a las gloriosas ex-
pediciones de Pepi 1, que no son tampoco para olvidadas.
De igual modo, no son de rechazar en conjunto las con-
quistas de Roma en el Lacio y la Etruria meridional, du-
rante los primeros tiempos republicanos y hasta en los
leyendarios de la edad regia, ni la de los tecpanecas y
aztecas fuera del valle de Méjico a mediados y fines del
siglo XIV. Para explicar la naturaleza de las primordiales
guerras incaicas y las diferencias de la constitución social
en las dinastías de Hurin Cuzco y Hanan Cuzco, tales
como aparecen de los analistas, emití hace mucho la hi-