EL IMPERIO INCAICO
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imaginar que los pueblos se mueven sin caudillos y por
sí solos, que las ciudades se fundan por instinto ciego de
muchedumbres, como los panales de las abejas o las ca-
bañas de los castores; así como es errada crítica literaria,
hoy al parecer definitivamente superada, la de imaginar
que las epopeyas se redactan sin poetas y los libros ca-
pitales se producen acumulativamente, sin que sus redac-
tores se den cuenta de ello, con sonambulismo inexplica-
ble o animalidad tenebrosa. No hay que desterrar de la
historia la individualidad, la voluntad y la reflexión; por-
que es apagar toda luz, y rendirse a la ignorancia y al
acaso.
VII
PRIMEROS INCAS DE LA DINASTIA DE HURIN
CUZCO
Después de esta involuntaria ausencia de dos sema-
nas, conviene que recapitule y concrete las observaciones
que apunté en mi última lección. Es forzoso que incurra
en ciertas repeticiones, y lo hago deliberadamente porque
me importa precisar las ideas y defender mis puntos de vis·
ta contra objeciones probables.
Dije que acerca de la conquista de los Incas y la di-
latación de su imperio, se enfrentan dos teorias contrarias:
la del que llamé estupendo prodigio, la repentina expan-
sión de un país minúsculo que en dos o tres generaciones
se ensancha hasta abarcar enormes territorios; y la tra-
dicional y verosímil, que no es sólo de Garcilaso, y que
reconoce la continua y paulatina propagación por guerras
porfiadas y largas campañas, bajo muchos reinados su-
cesivos. Se apoya la primera en Cieza, Betanzos y otros
analistas, y en las Informaciones de Toledo compendia-
das por Sarmiento de Gamboa. Puede afirmarse que los