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JosÉ
DE LA RIVA-AGÜERO
y ante el cual erigieron en los tiempos imperiales un gran
templo y palacio. Esta idea de nacer de las cavernas, que
fueron sin duda sepulcros, de sus progenitores, está difun-
dida en todas las razas andinas del mismo tronco, y re-
cuerda el mito de los siete linajes nahuas, las siete cuevas
de Chicomóztoc. En el cerro famoso de Pacaritambo hay
tres ventanas: ?r1aras-tojo, venerada como solariega por
los maras, que hallaremos al norte del Cuzco, vanguardia
de los inmigrantes; Sutij-tojo, oratorio de los tampus, que
habitaron Pacaritambo y se dilataron en la quebrada del
Urubamba; y el nicho principal, Cápac-tojo, venerado co-
mo origen de las cuatro parejas de Ayares, que simboli-
zaban los cuatro ayllos o tribus de los incas propiamente
dichos. Los cronistas convienen en que de Pacaritambo
partieron, y en que al mismo tiempo procedían del lago
Titijaja, que fueron hijos del Sol (lntip-Churin) y que
los creó Huiracocha, directamente o entregando su sagrada
vara y sus leyes al curaca de Pacaritambo, padre de Man~o
Cápac y los otros Ayares (Cieza, Cobo, Sarmiento, Be-
tanzos, Pachacuti Salcamayhua, etc.) tantos y tan autori-
zados relatos vinculan ambos arígenes, el inmediato de
Pacaritambo y el remoto del Titijaja o de Huiracocha,dios
del Collao, que hay que rendirse a la evidencia de tal ne-
xo, por más que Uhle se empeñara en tenerlo por contra-
dictorio, sin aducir razón alguna para tan peregrina y ca-
prichosa tesis. Los Incas sostuv