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JosÉ
DE LA RIVA-AGÜERO
jeron la alfarería y el maíz, como nosotros trajimos el
hierro y el carro, el trigo y los ganados vacuno y caballar.
Los dueños del suelo serían los salvajes antropófagos, más
atrasados aún que los uros, comedores de carne cruda y
humana, en plena fiereza animal, desprovistos de toda cul-
tura apreciable.
El imperio de Tiahuanaco es, en concepto de la ma-
yoría de los arqueólogos, no el comienzo sino la cumbre
a que llegan las culturas del Norte, Recuay, Chavín, Huá-
nuco el Viejo y Huiñaque. Como se desprende de 10 arri-
ba expuesto sobre sus antecedentes centroamericanos, no
puede asignársele fecha muy anterior a la era cristiana, en
que ya florecían las primeras ciudades mayas, sus distan-
tes hermanas primogénitas. Más que a éstas, recuerda en
su potente sobriedad el arte colateral mejicano del primi~
tivo Teotihuacán. El tiahuanaquense, con sus conocidas
características, penetra en las riberas peruanas del Pacífico,
se superpone al protonazca, se halla, no sin trazas de
incendio, en las más profundas capas del templo viejo de
Pachacámac, y muestra sus artefactos mezclados, con el
desorden propio de una invasión, a los del estilo proto-
chimu en las huacas de Moche. Recubre el Ecuador en
costa y sierra, por lo menos hasta Manabí y Ambato. No
alcanza que sepamos a Pasto. Al sur de Tiahuanaco, sus
reflejos se ven en las tierras quechuas de Mizque y en
todo el Noroeste argentino, en pleno país calchaquí, donde
se descubren en gran cantidad sus signos peculiares: alfa-
rería con adornos escalonados, dragones y serpientes de
dos cabezas, pectorales y peines de cobre. Lo propio, aun-
que en menor grado, ocurre hasta el valle central de Chi-
le; pero, al paso que en las serranías argentinas la pene-
tración de Tiahuanaco se acompaña con toponimias y
dialectos quechuas, tan profundos que el arqueólogo Bo-
man ha proclamado la existencia de un imperio quechua
preincaico, en Chile coincide con una toponimia clara-