EL IMPERIO INCAICO
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emigraciones de los arios en Europa. Joyce, sin aceptar
tal cronología, reputa la cultura Tiahuanaco el foco origi-
nario de las demás peruanas, y así defiende su aborige-
nismo. A primera vista estos sistemas lisonjean la vanidad
lugareña; mas, a poco que se medite, topamos con sus di-
ficultades, que en mi criterio llegan a imposibilidades, y
reparamos igualmente en que entrañarían, de ser ciertos, la
más completa inferioridad de la eficacia cultural indígena,
por la monotonía y apatía monstruosas que tan remota an-
tigüedad supone. Los uros de Ancoaqui y de Chipaya, y
los desaparecidos ochozumas de Chucuito, han sido siem-
pre indios por extremo bárbaros, ignorantes de la agricul-
tura y de todas las artes más esenciales; y según sus tra-
diciones y la constatación de los mejores etnólogos, han
precedido a la ciudad de Tiahuanaco, de cuya fundación
y cuya destrucción fueron inmóviles testigos. Todavía
cuentan eIlos mismos, a pesar de su rudeza incomparable,
que los de su raza fueron sacrificados para enterrarlos en
los cimientos de aquellos edificios, según costumbre en
efecto general entre las naciones bárbaras de la América
prehispana. Los uros se declaran restos de un mundo an-
tiquísimo, que pereció antes de la ruina de Tiahuanaco. Si
es así, como parece, no haber logrado en tantos milenios,
civilizarlos, es prueba de la escasa fuerza y comunica-
bilidad de aquella cultura; y si esto, aunque difícilmente,
puede explicarse con la bestialidad y obstinación prover-
biales de los uros, mantenidas en tan larga sucesión de si-
glos, todavía es más extraño que las evidentes invenciones
de Tiahuanaco, cuales son el cobre, y hasta el bronce en
sus postrimerías, por" la aleación con el estaño, y el uten-
silio sencillísimo del peine, no llegaran a los protonazcas,
que no vivían por cierto muy lejos de Tiahuanaco, que
no trabajaron sino el oro y que no alcanzaron conocimien-
to de los peines hasta períodos muy posteriores. ¿ Qué
antigüedad en tal caso habría que conceder a estas cul-