Libro digital 1 TOMO-5 | Page 213

EL IMPERiO INCAICO 185 capitales de la historia antigua y de la presente; y en cuanto no ha alcanzado a corregirlo el hombre, todo el bien y todo el mal. La indudable influencia moral del paisaje es por lo común entre nosotros deprimente, en las diversas zonas. La humedad y las tinieblas verdes de las florestas orientales agobian la acción humana, la cual ni en la época indígena ni en la española del Virreinato ha podido dominarlas, por no poseer aún los recursos de que la ci- vilización contemporánea dispone. Advirtamos sin embar- go que la cadena de los Andes, por su inclinación y la corriente de su ríos, mira hacia la región amazónica. Es declive tan imperioso y tendencia tan irresistible que ya produjo en las edades indígenas y en la colonial, expedi- ciones y campos de expansión muy notables para las de- ficiencias de entonces. Los valles de la Costa son oasis medianos, que parecen trozos de Egipto desarticulados, ver- daderas islas, rodeadas por el mar y las arenas, y en que las frecuentes brumas roban por largos meses la alegría del sol. Pero la fresca templanza del clima los hace mucho menos enervantes de lo que sostiene cierta literatura ru- tinaria, estragada y perniciosa, detestable por cursi y ma- lévola. La mayor parte de las islas tropicales producen mayor enervación que nuestros valles de la Costa. En las partes más elevadas de la Sierra puede distinguirse, como 10 hace TroIl, la puna del páramo, bastante más lluvioso; pero en las dos regiones la tristeza y la desolación son infinitas, entre los pajonales amarillentos, bajo los nevados y el azúl del invierno, o las nieblas del verano y las te; rtibles heladas nocturnas. La altura andina predispone el ánimo a la frialdad, la lentitud y la melancólica resig- nación. Nuestros indigenistas van demasiado lejos cuando pre- tenden que eran las punas las comarcas más propias para el nacimiento y la difusión de las primeras culturas. Han podido serlo, por esfuerzo extraordinario del hombre, y