EL IMPERiO INCAICO
185
capitales de la historia antigua y de la presente; y en cuanto
no ha alcanzado a corregirlo el hombre, todo el bien y
todo el mal. La indudable influencia moral del paisaje es
por lo común entre nosotros deprimente, en las diversas
zonas. La humedad y las tinieblas verdes de las florestas
orientales agobian la acción humana, la cual ni en la
época indígena ni en la española del Virreinato ha podido
dominarlas, por no poseer aún los recursos de que la ci-
vilización contemporánea dispone. Advirtamos sin embar-
go que la cadena de los Andes, por su inclinación y la
corriente de su ríos, mira hacia la región amazónica. Es
declive tan imperioso y tendencia tan irresistible que ya
produjo en las edades indígenas y en la colonial, expedi-
ciones y campos de expansión muy notables para las de-
ficiencias de entonces. Los valles de la Costa son oasis
medianos, que parecen trozos de Egipto desarticulados, ver-
daderas islas, rodeadas por el mar y las arenas, y en que
las frecuentes brumas roban por largos meses la alegría
del sol. Pero la fresca templanza del clima los hace mucho
menos enervantes de lo que sostiene cierta literatura ru-
tinaria, estragada y perniciosa, detestable por cursi y ma-
lévola. La mayor parte de las islas tropicales producen
mayor enervación que nuestros valles de la Costa. En las
partes más elevadas de la Sierra puede distinguirse, como
10 hace TroIl, la puna del páramo, bastante más lluvioso;
pero en las dos regiones la tristeza y la desolación son
infinitas, entre los pajonales amarillentos, bajo los nevados
y el azúl del invierno, o las nieblas del verano y las te;
rtibles heladas nocturnas. La altura andina predispone el
ánimo a la frialdad, la lentitud y la melancólica resig-
nación.
Nuestros indigenistas van demasiado lejos cuando pre-
tenden que eran las punas las comarcas más propias para
el nacimiento y la difusión de las primeras culturas. Han
podido serlo, por esfuerzo extraordinario del hombre, y