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JosÉ
DE LA RIVA-AGÜERO
brados representantes, se hizo desde los principios en el
Perú sin dificultad ni repugnancia alguna. Pudo el español
ser cruel, pero no despreciativo y excluyente por sistema,
como lo fue el anglo-sajón en la América del Norte. Nun-
ca sintió el castellano por la sangre india el invencible des-
vió que a la sazón experimentaba por la judía y la mora.
El catolicismo fervoroso disipó en los conquistadores todo~
los prejuicios contra tan sumisos neófitos. Por eso la coloni-
zación hispana produjo de veras pueblos nuevos y mes-
tizos, que no representan una reproducción simplificada y
agigantada de Europa, como ocurre con la América Ingle-
sa, sino un experimento de aleación étnica, audaz, lento
y laborioso, pero interesantísimo. Hemos pagado con tro-
piezos, atrasos y dicterios la generosidad y alteza del in.,
tento. Los puros blancos, sin ninguna excepción, tenemos
en el Perú una mentalidad de mestizaje, derivada del am-
biente, de las tradiciones, y de nuestra propia reflexiva
voluntad de asimilación. Dos herencias, a la par sagradas,
integran nuestro acervo espiritual; y si presentan sendos
defectos, ofrecen también correspondientes virtudes y an~
tídotos. Renegar de cualquiera de ellas, sería torpe y men-
guado.
Peca la tradición incaica por sus tendencias socialistas
y despóticas, cuyos deprimentes resultados analiza con
tanta maestría el contemporáneo Baudin. Es la menos li-
beral y democrática de las dos, por más que duela a la
mayoría· de sus panegeristas: su idal fue el orden, el mé~
todo, la disciplina y la jerarquía. Estriba en ella nuestra
mancomunidad con las repúblicas andinas y particularmen-
te con Bolivia.
La española adoleció con frecuencia de desarreglo
y anarquía incoercibles, aun bajo el régimen de la con-
centración monárquica autocrática; pero su nobleza, ex-
celencias y evidentes beneficios superaron con extremo
sus culpas y sus errores. En ella y sólo en ella radica nues-