EL IMPERIO INCAICO
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la inveterada denominación; pero con propiedad deberían
los primeros llamarse solamente collas, que es el nombre
incaico de los habitantes de la meseta del Titijaja. Se sub-
dividen en lupacas, pacajes, carumas, oruros y carangas; y
les eran análogos y parientes, en la periferia de su expre-
sado territorio, los afacameños, collabuas, cbancas y canas.
Nadie duda que los Callas acupaban, siglos antes de
la conquista incaica, las orillas del gran lago y por consi-
guiente la región de Tiahuanaco. Ha podido parecer así
natural y cómodo adjudicarles la construcción total de la
ciudad santa, sin echarse a escudriñar más. Pero con el
fácil sistema de dar por sentado que los edificios deben
reputarse obra de los pobladores de la comarca y sus an-
tepasados indígenas, se iría a parar en derechura a los re-
dondos disparates de tener los templos dóricos de Sicilia
como producto espontáneo de Sicanos y Sículos, y el anfi-
teatro de Itálica y la mezquita de Córdoba como originales
brotes de los hispanos autóctonos. El sentido común cla-
ma que en todas partes hay que atender a la comparación
y difusión de estilos, con tanta frecuencia forasteros, y a
los recuerdos de invasiones y emigraciones, que constitu-
yen la trama de la historia. En América, del propio modo
que en el Antiguo Mundo, las naciones se desplazaban sin
cesar, al empuje de guerras, epidemias o sequías; y mucho
más en región tan llana como el Callao. Cieza de León
escribe: ((No hablan otra casa los indios del Perú sino
incaico. "~a extensiól\ del quechua fue de suma estrechez" (Posición bistórica de
los aymaras, Conferencia en La Paz). Además del quechuismo de los Incas y
Tampus,