Libre Fantasía Marzo 2017 | Page 14

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Los tres se colocaron uno junto al otro, con la cabeza gacha, dejando el sótano abierto. La única y gruesa ceja de Igor se arqueó amenazante. La piedrecilla en la punta superior de su báculo era todo el alumbrado disponible ahora que las lámparas acabaron despedazadas y el frío nocturno se colaba por las ventanas. Hasta el fuego de la chimenea se apagó. El cofrecillo del que salieron los cacodemonios quedó tirado, abierto boca abajo, entre el maestro y sus discípulos.

–Decidme –dio un golpe en el suelo con la punta del báculo–, ¿quién lo hizo?

Nadie habló. Pero, Karl trataba de urdir una buena mentira. Que pareciera accidente. Si Jayn abría la boca, estaban perdidos.

–Así que decidisteis callaros –Igor se quitó su sombrero puntiagudo para rascarse la calva–. Siendo así, os enviaré con Baba Yaga. Seguramente quedará complacida al teneros como discípulos. Empacad ahora vuestras cosas mientras llamo al carruaje.

Baba Yaga era la vieja bruja a quien Igor compraba ingredientes para sus pócimas que no podía conseguir en otro lado: ojos de ciego, uñas de dragón gélido, polvos de momia, raíces y hojas de planta carnívora, criadillas de minotauro, cabezas reducidas, muñecos malditos. Nada temible hasta ahí. Pero, rara vez tenía discípulos. Corrían rumores de que, si éstos la disgustaban, se convertían en parte de su mercancía.

Jayn enredaba los puños en su delantal. Se le salió una lágrima.

–¡Fue Andrew! –lo señaló ella de pronto–. ¡Andrew abrió la caja de los demonios!

–Sabia elección, querida –dijo el mago mientras se agachaba a enderezar una silla, apoyado en su báculo–. Te escucho.

–Todo empezó en la mañana, cuando vos fuisteis donde la bruja Baba Yaga a comprar callos de titán colosal...

Karl sintió ganas de llorar también. No pudo evitar a tiempo que ella contara la historia a Igor. Sólo faltaba ver qué castigo les impondría. Siendo honestos, tendría toda la razón.

Una noche antes, el príncipe Sigfried, gobernador de Beulen, visitó a Igor en secreto para pedir un remedio contra el brote de peste que asolaba su pueblo. Al principio, el mago no quiso colaborar porque no tenía ingredientes para más de cinco mil dosis. Pero, cambió de opinión en cuanto tuvo enfrente un saco de dinero para él y otro con el cual comprara lo que hiciese falta. Se puso a trabajar ni bien despidió al visitante e hizo a sus discípulos elaborar los encargos de otros clientes. Por suerte, la mayoría eran sencillos aunque laboriosos. Andrew, por ser la vela menos brillante del candelabro, lidió con lo más fácil: cocer filtros de amor –populares entre princesas feas– a fuego lento en una marmita y colar matarratas en un pocillo.

–Hace falta caléndula –informó Jayn sin levantar la vista de la tablilla donde anotó–. También se terminará el vello de troll, las cigarras, el callo de titán colosal...