Removió dos de las grandes rocas para que entrara algo de claridad. Tras horas de búsqueda, encontró jabón y se dio un baño en un río cercano. Limpió por fin sus múltiples heridas, sobre todo la del costado, y se puso una venda que también encontró en la cueva. Casualmente, había ropa de su talla y un par de zapatos a su medida.
Después, Operd observó su reflejo en el río: no era el de un elfo magnificente, pero tampoco el de un terrible orco primitivo. Era algo intermedio y Operd se sintió a gusto con esa imagen: un ser fuerte y de ojos verdes lo miraba del otro lado y sonreía.
—¿Qué debería hacer ahora? —preguntó al libro de la sabiduría.
—¿Por qué no buscas un ungüento en la cueva para tus heridas?
Operd dudó.
—¿Cómo podría aquí haber un ungüento para mis heridas?
Le sorprendía haber encontrado jabón y ropa de su talla, pero un ungüento era algo muy extraño.
—Tú búscalo, seguro que lo encuentras —aseguró con firmeza el libro.
Después de revolver un poco por allí y por allá y de quitar las piedras que todavía obstruían el paso de la luz, Operd dio con un frasco amarillo en el que se leía una inscripción: «Antídoto para veneno de dragón». Era justo lo que buscaba.
—¿Lo ves? —dijo el libro—. Todo lo que necesitabas estaba a tu alcance y no te habías dado cuenta por la oscuridad en la que vivías.
Operd untó un poco la herida y volvió a cubrirla con la venda. Enseguida sintió mejoría.
—Me gustaría cruzar las altas montañas azules.
—¿Y qué te detiene? —preguntó el libro.
—El tesoro —respondió avergonzado.
—¿Por atesorar unas cuantas piedras te vas a perder de disfrutar de la vida?
—No —dijo él poco convencido.
—¿Me creerías si te dijera que todo seguirá igual en este lugar hasta que tú lo decidas?
—Bueno —aceptó, un poco más animado—. Me has mostrado el camino, eres un libro verdaderamente sabio. Conoces el pasado y no me extrañaría que conocieras el futuro. Así que, si tú me prometes que nadie tocará mi tesoro mientras yo no lo esté custodiando, te creeré.