LETRINA
Número 8
Septiembre 2016
suelo ser el que escucha, pero en esa ocasión no fue necesario
esforzarme. Efrén me interrogó sobre mi proceso de adaptación y si
me
encontraba
a
gusto
en
la
empresa.
Para
mí
fue
evidente
el
esfuerzo que hacía por ignorar la pesadumbre que albergaba y por
tener un tono certero de voz. Le respondí que estaba contento y que
me estaba adaptando. Se mostró satisfecho por lo que dije y de una
manera sutil y diplomática, y sin que yo me percatara, me despidió
de su mesa. Cuando me levanté, noté que las hojas amarillentas eran
archivos viejos con fotografía de gente muerta. Estaba a punto de
marcharme, cuando no sé por qué le pregunté si tenía planes para el
viernes. Pensó un segundo y me respondió que conocía un magnifico
lugar donde podríamos ir. Unas horas después llamé a su amiga y le
pedí que pasara la noche conmigo. La abracé mientras dormía y en la
mañana volví a ser el mismo sujeto distante. A ella no pareció
importarle. Fui a trabajar y, al salir, en lugar de ir al lugar de
apuestas, le pedí a los filipinos que me consiguieran un poco de
hashish.
En una región cercana, cada seis años se celebra un carnaval en el
que las personas con algún impedimento físico construyen figuras de
barro, las llevan por un recorrido, que siempre es el mismo, y las
arrojan a una gran hoguera. Esas figuras deben representar el dolor
por su invalidez. Los pobladores de esa comunidad toman como un
insulto los intentos de los educadores o sociólogos de cambiar el
nombre con el que, en esa región, se clasifica a los minusválidos.
No
somos
personas
con
capacidades
diferentes
o
aptitudes
especiales, repiten constantemente. Somos adefesios.
El jueves anterior a la cita con Efrén, no llegué al trabajo por
ver este carnaval. Mi plan era depositar en esa hoguera todas las
fotos y pertenencias de mi mujer que traía conmigo, pero no pude.
Al día siguiente nadie preguntó sobre mi ausencia y yo no di
explicaciones.
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