hora diaria para mantener la juventud del cuerpo, pero los fines de
semana que se queda sola, nada y nada, y descansa remojada en la
piscina, hasta que la piel se le vuelve como el de una salamandra
que habita los helechos de este melodrama que no para de
consumirla.
Hace tres años que los días pasan a tiempo, precisos. Jandra se
despierta siempre a las 5 de la mañana, enciende un churro, aspira
y retiene largamente, hasta que la claridad se le mezcla en los ojos.
La vida de refugiada quizá sí es conveniente. Al menos ha dejado
atrás los ácidos y los aceites, pero uno no puede arrancarse los
vicios de un día para otro; además, falta que quiera; y ella sostiene
en cada dedo el orgullo canábico de las libertades, rasposas y de
aromas dulzones, que la mantienen en la tranquilidad de sentirse
poderosa, ilusionada en este espacio de felicidad que nunca la
apura y la mantiene cuerda.
Érase una vez un hogar desparramado y tres niñas olvidadas en las
habitaciones; no, érase una vez una chica montada en caballito de
madera –los padres discutiendo-, que venía de viaje a consolarla
por la infancia en que había crecido, la infancia de cada quien y
cada cual su propia infancia, ¿acaso otros tienen mejor niñez si se
admiten igual de débiles e inocentes?; el fantasma de sus primeros
años llega con los cirqueros, de trapecista, resbalando en el circo
familiar que le tocó vivir. Repasando las noches brumosas, las
noches en que no pudo huir, sin desinterés ni culpas descaradas,
sin decir así crecí, sino con la claridad de saberse el resultado
de sus propias decisiones, lo que ella ha querido ser para ella
misma, sin ataduras. No es bueno culpar a los demás de nuestros
propios actos; jala y sostiene el humo en la boca, en la garganta.
Va dejando salir el humo de a poco, expulsando igual las tristezas,
se mira en traje de baño y se admite hermosa. No intenta probar el
agua de la piscina, brinca hacia dentro de ella.
La mariguana del amanecer siempre le aclara la mente, le impide
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