LETRINA LETRINA # 1 Mayo - junio 2012 | Page 27

Por dentro estaba llena de cosas como enormes espirales de cobre rodeando cilindros de hierro, en otro lado transformadores de corriente y otros artículos que ninguno de los dos conocía. En el fondo de la sala una mesa con una computadora y dos interruptores de llave. El primero ya tenía una en su sitio. Deslizó la suya y contuvo el aliento. Martha lo detuvo. Él escuchaba sus latidos, tan rápidos como los suyos. “Vamos a ver qué más hay en la casa, no vaya a ser una broma” le dijo a la chica. La cocina estaba intacta, libre de esa maraña de cables e instrumentos desconocidos. Inclusive el refrigerador estaba lleno. De pronto, Martha lo tomó de la mano y corrieron escaleras arriba. Un cuarto repleto de libros, recortes y matemáticas, el otro el dormitorio. La chica sonrió al dentista, él cerró la puerta detrás. Dejó la llave en frente de un espejo y comenzó a desvestirse, imitándola. Su reloj de pulsera sonaba a las ocho de la mañana. Ella aún dormía. Alegre por haber roto ese ciclo de sueños extraños, observaba al espejo, a Martha, a la llave. Media hora después había preparado el desayuno. La escuchaba bajar por las escaleras. Salió a su encuentro y la vio frente la computadora, con la llave en la mano. Caminó hacia ella y tomó la llave. Sabía que ya no tenía que sorprenderla usando una máquina que quizás podría detener el tiempo, sin embargo recordó su 27 vida, tan cotidiana, tan común. “¿Lo hacemos?” le preguntó. Ella asintió y giró la primera llave. Eugene notó que esa llave tenía una E. Intentó girar su llave y sonrió nervioso hacia Martha. “Gira hacia la izquierda” le dijo. Giró la llave y los transformadores empezaron a zumbar cada vez más fuerte. La mesera abrazó temerosa al dentista. Intentó girar las llaves pero estaban atascadas. Sintiendo sus corazones palpitar, apretándola contra él, cerró los ojos. A pesar de ello, sus párpados no impidieron el resplandor que sobrevino. Y los zumbidos se escuchaban como en un tocadiscos al que le han arrancado del tomacorriente, hasta que no fueron zumbidos, sino golpes y los golpes, crujidos. Después todo era como nubes inertes. Eugene incluso sabía que era una de ellas. Martha también. Todo era silencio, desorden.