Por dentro estaba llena de cosas como enormes espirales de cobre rodeando cilindros
de hierro, en otro lado transformadores de
corriente y otros artículos que ninguno de
los dos conocía. En el fondo de la sala una
mesa con una computadora y dos interruptores de llave. El primero ya tenía una en
su sitio. Deslizó la suya y contuvo el aliento.
Martha lo detuvo. Él escuchaba sus latidos,
tan rápidos como los suyos. “Vamos a ver
qué más hay en la casa, no vaya a ser una
broma” le dijo a la chica. La cocina estaba
intacta, libre de esa maraña de cables e
instrumentos desconocidos. Inclusive el refrigerador estaba lleno. De pronto, Martha
lo tomó de la mano y corrieron escaleras
arriba. Un cuarto repleto de libros, recortes y matemáticas, el otro el dormitorio. La
chica sonrió al dentista, él cerró la puerta
detrás. Dejó la llave en frente de un espejo y comenzó a desvestirse, imitándola.
Su reloj de pulsera sonaba a las ocho de
la mañana. Ella aún dormía. Alegre por
haber roto ese ciclo de sueños extraños,
observaba al espejo, a Martha, a la llave. Media hora después había preparado
el desayuno. La escuchaba bajar por las
escaleras. Salió a su encuentro y la vio
frente la computadora, con la llave en la
mano. Caminó hacia ella y tomó la llave.
Sabía que ya no tenía que sorprenderla
usando una máquina que quizás podría
detener el tiempo, sin embargo recordó su
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vida, tan cotidiana, tan común. “¿Lo hacemos?” le preguntó. Ella asintió y giró la
primera llave. Eugene notó que esa llave
tenía una E. Intentó girar su llave y sonrió nervioso hacia Martha. “Gira hacia la
izquierda” le dijo. Giró la llave y los transformadores empezaron a zumbar cada
vez más fuerte. La mesera abrazó temerosa al dentista. Intentó girar las llaves pero
estaban atascadas. Sintiendo sus corazones palpitar, apretándola contra él, cerró
los ojos. A pesar de ello, sus párpados no
impidieron el resplandor que sobrevino. Y
los zumbidos se escuchaban como en un
tocadiscos al que le han arrancado del
tomacorriente, hasta que no fueron zumbidos, sino golpes y los golpes, crujidos.
Después todo era como nubes inertes. Eugene incluso sabía que era
una de ellas. Martha también.
Todo
era
silencio,
desorden.