bote dejó una estela de espumas. Con la vista en el cielo, Trevor
se fijó que una gaviota volaba hacia el islote del faro.
La gaviota graznó en repetidas ocasiones, hasta que des-
apareció del horizonte. Trevor extendió el brazo izquierdo,
sumergiéndolo con levedad en el agua salina. Sintió el roce del
líquido frío. Miró hacia atrás. San Andrés era un cúmulo de
hogares pequeños. Viviendas distantes, casi sin importancia.
Luego, escudriñó adelante. El faro se encontraba rodeado por
eucaliptos bien visibles. Debido al bullicio del motor, Patrice
levantó la voz. Expresó que el faro no quedaba tan lejos como
suponía. A pocos metros del islote, Patrice bajó la velocidad de
la embarcación.
Patrice encalló en una ribera de dunas volcánicas, umbrías.
Los hombres descendieron del bote. Juzgaron que el sitio era
menos agreste de lo que creían. Hallaron un sendero de tierra,
casi oculto por los eucaliptos. En el trayecto, los hombres es-
cucharon el trinar de un zorzal. El ave gorjeaba con el paso de
los recién llegados. Al final del sendero, descubrieron una valla
de púas, pero esta era lo suficiente baja como para cruzarla sin
esfuerzo. El faro se presentaba delante de ellos, incólume.
El faro poseía unos cuarenta metros de altura. Un blanco
calcáreo definía su fachada de cemento. La planta baja, de tono
ambarino, poseía ventanas pequeñas, dispuestas en desorden.
En la cúpula, de matices rojos, se divisaba un balcón. En las
cercanías, Trevor encontró huellas de zapatos. Patrice dijo que,
tal vez, pertenecieron a un farero que se marchó del islote hacía
varios años.
A pesar de las reticencias de Patrice, continuaron rumbo al
faro. Para sorpresa de ambos, en la entrada había una puerta
semiabierta.
En el interior del faro, los hombres apreciaron un espacio
lóbrego, de paredes plomizas. Hallaron varios objetos: un