Hypolite de Puerto Príncipe. Engulló una marraqueta, mientras
abría la ventana de dos láminas. A la distancia, miró el faro,
percatándose que el cielo aún no oscurecía. Luego, Trevor salió
al pasillo de internit y tocó una puerta, frente a su dormitorio.
De inmediato, le abrió Patrice.
Patrice vestía igual que Trevor: polera anaranjada, pantalón
de tono bermellón y zapatillas blancas. Pero entre ambos, había
diferencias ineludibles. Patrice era cinco años mayor. También
era más alto. Con liviandad, dialogaron en creole. Charlaron de
sus ganas por marcharse a Santiago. Patrice contó sobre su tra-
bajo mal pagado de botero. Incluso, habló de regresar a Puerto
Príncipe, pero no tenía los medios económicos para ese plan.
Trevor aprovechó la instancia para hablarle del faro.
Patrice respondió que el faro no tenía ninguna importancia.
Según él entendía, por un tema de seguridad, nadie iba allí.
El gran culpable fue un terremoto. Trevor negó con la cabeza.
Fue por otro motivo, refutó. Cosas malas, pronunció en un
español farragoso. Patrice soltó una risotada y apostó sobre la
presencia de fantasmas en el faro. En tono de broma, Trevor
lanzó una propuesta. Ir al faro, esa misma noche. Patrice, con
rostro pensativo, levantó los hombros y respondió que como no
tenía nada que hacer, podrían explorar aquel sitio.
Una hora después, Trevor y Patrice salían de la pensión. Por la
misma acera, se toparon con turistas, estibadores y vagabundos.
Trevor descubrió que la señora Amaral caminaba en la acera del
frente. La mujer observó a los hombres con ojos risueños. En
seguida, el par cruzó la calle, hacia el atracadero que exhibía una
hilera de diez botes amarrados, muy próximos entre sí.
Las embarcaciones oscilaban por el movimiento rítmico de
las olas. El bote de Patrice, pintado de azul cerúleo, tenía un mo-
tor Yamaha en la popa. Trevor se acomodó en el bote, mientras
Patrice encendía el motor. Pronto irrumpieron en el oleaje. El