P ercatándose de la mirada impávida de Don Mario, el dueño
octogenario de la única librería de San Andrés, Trevor no aludió
más sobre el faro. El anciano se despidió con frialdad de Trevor,
quien, durante aquella tarde, esperó sin éxito la llegada de com-
pradores. Horas después, Trevor caminó a la playa, se recostó en
la arena blanca y contempló el faro, construido sobre un islote
de geografía accidentada. Antes de que cayera la noche, marchó
a la panadería de la señora Amaral.
En aquella oportunidad, la señora Amaral le habló de poe-
sía simbolista. Con tono decidido, recitó una larga estrofa de
Baudelaire. Trevor la felicitó por su buena memoria y Amaral
sonrió con amplitud. De improviso, Trevor le inquirió por el
faro. Desencajada, la señora Amaral explicó que allí habían pa-
sado cosas malas, y luego quedó en silencio. Trevor no insistió
sobre el asunto y compró tres marraquetas. Se despidió de la
mujer –aún con el rostro lívido– y se marchó a su pensión, a
tres cuadras de la panadería.
Trevor rebasó el portón metálico de la pensión y caminó
por un pasillo de internit, serpenteado por puertas blancas. Al
final del pasillo, Trevor ingresó en su dormitorio exiguo. En
las paredes, había una fotografía de su madre, en el mercado