colchón, una pila de libros, ropa sobre un baúl. En el centro,
había una escalera espiral. A los dos comenzó a inquietarle
un asunto: los objetos no parecían desgastados, ni antiguos.
Cuando se acercaron a la pila de libros, escucharon murmullos
en la cúpula.
Se miraron con extrañeza. Patrice volvió a señalar la presen-
cia de fantasmas. Trevor le respondió que debían comprobar
si aquello era cierto. Cuando subieron la escalera, sus pasos
retumbaron por todo el interior. Trevor alzó la vista. La cúpula
se hallaba resguardada por una válvula solar de cobre. Ya en
el pináculo, atisbaron la lente Fresnel, distinguible por sus
anillos concéntricos. También había un pequeño cuarto de
mantención, sin puerta. Cuando apreciaban –desde el balcón–
el océano iluminado por el leve fulgor de la luna, volvieron a
escuchar los murmullos.
Los ruidos provenían del cuarto de mantención. Fueron
a investigar, a pesar de la inquietud compartida. Los mur-
mullos se convirtieron en una voz masculina, muy expresiva,
que relataba la estrofa de un poema perteneciente a Charles
Baudelaire. En seguida, la voz se apagó del todo. Notaron
que en el cuarto había un escritorio iluminado por una
vela dispuesta en un candelero. En aquel pupitre, lleno de
papeles, había un hombre que vestía un polerón gris con
capucha puesta sobre su cabeza, sentado de espalda al dúo
de forasteros.
Trevor distinguió que la mano derecha del hombre se en-
contraba extendida sobre el escritorio. La mano era pálida, con
manchas y llagas. El hombre parecía demasiado concentrado
en sus labores o, al menos, eso aparentaba. Patrice se quedó en
la entrada. Trevor se adelantó. En los tabiques de aquel cuarto,
apreció una veintena de dibujos, esbozos de paisajes sombríos.
Cuando Trevor dio un paso más, el hombre se levantó del